Hacia una caracterización histórica de la cultura campesina del café en la Costa Grande de Guerrero*

Este ensayo ubica las raíces y los cambios de la peculiar cultura de pequeños y medianos productores de café de la Costa Grande de Guerrero. Hace un análisis histórico de los momentos clave del desarrollo de la cafeticultura regional y de las profundas convulsiones sociales de los años setenta; aborda los efectos de la intervención estatal y concluye con la exploración de algunas de las consecuencias de la reciente crisis del mercado cafetalero.

Rosario Cobo**

Los acontecimientos de Chiapas de enero de 1994 sorprendieron a muchos con una historia que se creía superada, al dejar al desnudo las grandes carencias en las que vive la mayor parte de la población rural en México.

A sólo año y medio, la matanza de 17 campesinos en el vado de Aguas Blancas desató la indignación de la opinión pública, y las preguntas sobre qué pasa en el México rural se multiplican. La capacidad de asombro no tiene límites: la aparición del Ejército Popular Revolucionario (EPR) en la ceremonia del primer aniversario luctuoso en Aguas Blancas nuevamente acongoja a la ciudadanía.

Sin embargo, para los pobladores de la Costa Grande los asesinatos y desapariciones han sido parte de su historia. El recuento de luchas que han terminado en violentas represiones y hechos sangrientos de los últimos años es un largo catálogo de agravios; baste recordar la matanza de los copreros en 1963, la del 1967 en la plaza de Atoyac, o los horrores vividos durante la desarticulación del movimiento guerrillero encabezado por Lucio Cabañas.

El asesinato de 17 campesinos que demandaban fertilizante y láminas de cartón pone nuevamente en tela de juicio el modelo económico que para principios de 1994 se pretendía acabado. El proceso de modernización para la población rural significó en la práctica la profundización de la desigualdad social y el brutal retiro del Estado de sus funciones compensatorias, dejando a la mayor parte de los productores a merced del libre mercado.

Las tensiones que permean el territorio nacional muestran una complejidad de situaciones. En Guerrero, la región cafetalera de la Costa Grande tiene ciertas ventajas comparativas en relación con otras regiones del propio estado y del país. El cultivo del café posibilitó un rápido crecimiento en los años cincuenta, cuando toda una generación compartió con su trabajo la ilusión de la bonanza económica.

Este ensayo rastrea las raíces, el desarrollo y los cambios de la peculiar cultura agrícola de pequeños y medianos productores de café de la Costa Grande de Guerrero. La historia que contamos se remonta a principios de los años cuarenta, toca los momentos claves del desarrollo de la cafeticultura regional y las profundas convulsiones sociales de los años setenta, aborda los efectos de la intervención estatal y algunas consecuencias de la reciente crisis del mercado del café.

Nace la cafeticultura ejidal

La pequeña y mediana producción de café en la Sierra de Atoyac de Álvarez surge a partir del reparto agrario. En enero de 1940 el Presidente Lázaro Cárdenas anunció la dotación de la Unidad Agraria de la Zona Cafetalera en beneficio de 21 comunidades, con lo que se transforma la situación regional de la tenencia de la tierra en esta zona de la Costa Grande. Para este año, en el municipio de Atoyac se registraban poco menos de 600 hectáreas de cafetales —distribuidas en cinco haciendas ubicadas en la parte media de la sierra— que, junto con terrenos dedicados hasta entonces a otros cultivos y una gran extensión de tierras enmontadas, integraron las más de 80 mil hectáreas de la Unidad. Así, pues, la dotación de los distintos beneficiarios no fue homogénea‚ ni por la ubicación y calidad de la tierra ni por el tipo de producción establecidos.

Los beneficiarios fueron dotados con parcelas de 10 hectáreas de acuerdo con el lugar de residencia registrado en el censo básico. Pero los conflictos aparecieron junto con las mojoneras, pues la zona más poblada y codiciada —las partes bajas y medias de la sierra— era insuficiente. Fue necesario entonces crear anexos de los ejidos en la parte alta, y para muchos beneficiarios las tierras adecuadas para huertas quedaron en lugares distantes de su residencia. El problema fundamental no era la falta de tierras, pues de hecho la sierra no estaba poblada, sino la competencia por el control de las mejor ubicadas, y en particular por aquellas que ya estaban sembradas y en producción.

Coincidiendo con el fin de la Segunda Guerra Mundial, que incrementó notablemente la demanda y los precios del café, los nuevos ejidatarios iniciaron el trabajo y las huertas empezaron a extenderse por toda la sierra. El incremento fue espectacular, sobre todo en los primeros tres lustros inmediatos al reparto. Para mediados de los años cincuenta, la cafeticultura era ya la principal actividad comercial de la Costa Grande y el eje de la economía regional.

 

Año

Superficie

(ha c/café)

Crecimiento porcentual (tomando 1940 como 100%)

1940

580

100%

1946

1,490

257%

1950

4,528

780%

1955

8,000

1,379%

Fuente: Manual de Estadísticas Básicas del estado de Guerrero, INEGI, 1984.

Al tiempo que se extienden las huertas se van formando núcleos de poder relacionados con el procesamiento del grano y el control del mercado local. De hecho, se trata de grupos económicos preexistentes que se dedicaban desde antes a otras actividades agrocomerciales y que simplemente se extendieron al café. Por ejemplo en 1944, a sólo un año de haberse dado la posesión definitiva de la Unidad Agraria, Luis Urioste adaptó la maquinaria que utilizaba para la extracción de aceite de copra transformándola en un beneficio seco para café.

Durante la posguerra, los precios internacionales del aromático tuvieron un impresionante despegue, y en 1954 alcanzaron su punto más alto.1 En la Costa Grande se desarrolló una intensa actividad cafetalera y en Atoyac se estableció la Jefatura del Banco de Crédito Ejidal para refaccionar a los productores. La burguesía local se volcó también sobre el aromático: en 1954 se construyeron en la sierra siete beneficios húmedos, propiedad de los principales comerciantes; hombres como Carmelo García, Raúl Esteves Galeana, Onofre Quiñones aparecen desde entonces como los grandes compradores, condición que mantendrán incluso hasta fines de la década de los noventa.

La insuficiente infraestructura para el traslado y procesamiento del grano es uno de los principales problemas que desde el comienzo enfrentan los productores. Para ese entonces sólo las compañías que tienen concesionada la extracción de madera en la parte alta de la sierra se habían preocupado por las vías de comunicación. Sin embargo, en 1954 los grandes compradores de café iniciaron esfuerzos por comunicar la sierra: en noviembre de ese año la compañía productora de Café Pluma S. de R.L. estableció un puente aéreo entre Atoyac y los principales puntos de la zona cafetalera; para 1955, son dos las compañías que ofrecen este servicio. Pero aunque las avionetas colaboran para agilizar las transacciones no remedian la falta de comunicación terrestre, no ayudan a aliviar las difíciles condiciones del trabajo en las huertas, ni acortan las distancias entre las comunidades y los cafetales.

El reparto agrario cardenista crea un nuevo sujeto productivo que crece y se consolida en las décadas siguientes con la impetuosa expansión cafetalera; pero también los viejos "patrones lugareños" aprovechan la nueva situación y, si bien cambian de producto, persisten en los métodos tradicionales. Crédito usurero, acaparamiento de las cosechas y monopolio en el procesamiento, son los grilletes que encadenan la cafeticultura serrana al cacicazgo a través de un amplia red de "coyotes". La Reforma Agraria no logró desatar los viejos nudos de la dependencia: si antes los arrendatarios y aparceros tenían comprometida su cosecha con el terrateniente, ahora los ejidatarios endeudados tienen que vender "al tiempo" y, finalmente, su producción queda en manos del mismo acaparador: una burguesía comercial que sin necesidad de poseer grandes extensiones sigue controlando la economía de la región.

La expansión de la cafeticultura regional está cruzada por una tensión fundamental: la que enfrenta a los pequeños y medianos productores que surgen del reparto agrario, con los viejos "patrones lugareños" encaramados ahora al boom del aromático y vinculados a los compradores nacionales. Si bien la condición ejidal y el auge cafetalero mejoran notablemente la situación de los campesinos de la región y, en los años de buenos precios, los beneficios también llegan a los productores directos, la tajada de león queda en manos de la burguesía local, y pronto los pequeños productores empiezan a mostrar su descontento. En 1956 los comisariados ejidales demandan a los dueños de los beneficios húmedos por contaminar las aguas de los ríos y, desde entonces, las pugnas se agudizan. Para fines de los años sesenta los acaparadores y dueños de los beneficios son el blanco de los ataques de la guerrilla.

El origen de una incultura agrícola cafetalera

A principios de la década de los cuarenta el reparto agrario y la bonanza cafetalera convierten a la región en polo de atracción de migrantes. En sólo dos décadas, el número de habitantes del municipio de Atoyac creció a más del doble: 12 mil 153 en 1940; 19 mil 191 en 1950, y 30 mil 420 en 1960.2 Para fines de los años cincuenta las tierras de la dotación ya estaban adjudicadas y, aunque no todas se trabajaban, ya habían sido cercadas con árboles frutales, cafetos o simples mojoneras.

Sin duda, a la sombra de los cafetos se desarrolla una burguesía acacicada que controlaba financiamiento, beneficio y mercado. Sin embargo, también para los pequeños y medianos productores el cultivo del café —hasta entonces vetado— resultaba económicamente atractivo; y la colonización de la sierra fue emprendida con entusiasmo por cientos de campesinos que, presos de la fiebre del café‚ acarreaban los "pacholes" (plantillas del cafeto) de San Vicente de Benítez o de La Soledad a sus lejanas huertas, con lo que la sierra pronto empezó a cubrirse de cafetales.

Al principio, la mayor parte de los productores trabajaban en la medida de la capacidad familiar y combinaban el fomento de los cafetos con actividades agrícolas tradicionales como la siembra de maíz y frijol, pues, sin capital, establecer una plantación en pequeña escala requiere de una economía diversificada, cuando menos mientras las huertas empiezan a producir. Llegado ese momento, el ingreso cafetalero se va constituyendo en la parte sustancial del sustento familiar y va colocando en segundo plano a los cultivos de autoconsumo. Así, en unos cuantos años, el prospecto del cafeticultor transita de una economía seminatural y de autoconsumo, a una producción netamente mercantil, en un modesto proceso de acumulación que remite al proverbial curso de los colonos farmers de Norteamérica.

En este tránsito, la economía diversificada que al principio se constituye, se desmantela más o menos radicalmente en la medida en que el café genera ingresos suficientes para sostener al grupo familiar.

En un primer momento el tamaño de las huertas estuvo determinado por la capacidad familiar de desmontar y sembrar las plantillas, pero al crecer el cafetal, sin más restricción que el límite de hectáreas que marcaba la dotación o que podía adquirir el campesino por otros medios, el trabajo doméstico resultó insuficiente y se hizo necesaria la contratación de peones, sobre todo en época de cosecha.

Así, llegado un determinado momento, el crecimiento de las huertas dejó de depender de la capacidad laboral de la familia y se constituyó en la medida de la capacidad económica y la agresividad "empresarial" del propietario. En este proceso, la mayor parte de los cafeticultores cambia radicalmente la relación con su huerta, pues paulatinamente deja de ser el objeto de su propio trabajo para transformarse en un patrimonio que se maneja con asalariados. La naturaleza de la cafeticultura que, como otros cultivos de plantación, concentra su mayor demanda laboral en un lapso muy corto de cosecha, entra en contradicción con la racionalidad laboral propia de los campesinos. Esto es particularmente cierto cuando las huertas de café son especializadas, relativamente grandes (cinco o diez hectáreas) y con frecuencia ubicadas a gran distancia del domicilio familiar. Por todo ello, las labores culturales se reducen al mínimo y el propietario se limita a organizar la cosecha que realizan los mozos.

Para mediados de los años cincuenta las zonas de la sierra de Atoyac más propicias para la cafeticultura ya han sido ocupadas, y la presión de los más emprendedores sobre la tierra se expresa en compra-ventas de parcelas y huertas y en ilegales acaparamientos de cafetales. Llegada al punto de saturación, la competencia farmer deviene en sórdida "rebatinga" por la expansión del negocio. "Rebatinga" en la que los acaparadores apadrinan a su clientela y consolidan el cacicazgo.

Para finales de los sesenta es evidente el predominio del café en la economía campesina de la región serrana. Sin embargo, existen algunas diferencias por zonas. Así, los productores de las partes altas dependen principalmente de las huertas, pues las condiciones agroecológicas son óptimas para el café, no así los que tienen parcelas en las partes media o baja que, aunque también tienen cafetos, éstos son de menores rendimientos y las tierras poseen vocación para otros cultivos de plantación, como el mango y el plátano, o anuales, como el maíz y el frijol. Finalmente, en la franja costera predominan los cocotales, cuya dinámica es muy semejante a la del café en la sierra.

El registro de la producción del municipio de Atoyac durante los cincuenta y sesenta muestra un fuerte incremento en la superficie de cafetos y cocoteros, 120% en el caso del aromático y más de 70% para la copra. Mientras los cultivos anuales y algunos otros de plantación pierden terreno, las siembras de maíz se reducen en alrededor de 50%; el arroz, que ocupaba las planicies de la costa, se repliega hasta 65%; el plátano y el ajonjolí decrecen en menor medida y sólo el frijol se muestra estable.

Municipio de Atoyac

 

1950

1970

Sup. Cosechada

(ha)

Producción

(ton)

Sup. Cosechada

(ha)

Producción

(ton)

Maíz

3,543.0

2,999.9

1,959.4

1,593.9

Frijol

83.0

36.2

83.2

50.1

Arroz

134.0

136.7

47.5

45.1

Ajonjolí

1,860.0

110.4

746.2

436.9

Caña de azúcar

60.0

23,100.0

nd

nd

Café

4,528.0

6,318.1

10,131.9

6,992.6

Copra

1,389.0

2,472.4

2,352.03

953

Mango

1

11.5

21.6

80.9

Plátano

23.1

35.9

746.9

Limón

31

364.2

22.0

91.7

Fuente: Manual de Estadísticas Básicas del estado de Guerrero, INEGI, 1984.

Sin embargo, a pesar de la tendencia ascendente de la superficie sembrada, los rendimientos en este mismo lapso registran un comportamiento inverso. El crecimiento del café‚ con una productividad decreciente nos advierte sobre un sistema regional de cultivo que, desde los cincuenta, no ha considerado el cuidado intensivo de las huertas. La mayoría de los productores busca la simple extensión del cultivo, sin preocuparse mayormente por incrementar el rendimiento. Este comportamiento que evidencia la inexistencia de una cultura agrícola cafetalera en la región se explica, en parte, por la escala de las huertas que en general rebasan la capacidad de trabajo familiar, sin llegar a ser tampoco verdaderas empresas, así como por la distancia entre los cafetales —sobre todo la de los anexos— y los lugares de residencia de los campesinos.

La fiebre del aromático propicia la colonización de la sierra, pero a la marea ascendente de los años cuarenta y cincuenta, siguió un movimiento descendente. En cuanto las huertas quedaban establecidas y en producción, los propietarios se replegaban a los poblados mayores como Paraíso o la propia cabecera municipal, en donde había mejores servicios y podían disfrutar de las modestas rentas que comenzaba a dejar el café.4

Por otra parte, como el fruto recién cortado debe procesarse inmediatamente y los beneficios húmedos y secos estaban en manos de un puñado de acaparadores que también controlaban el acceso al mercado, condenando al pequeño productor a secar su café por la vía más rústica, asoleándolo cerca de la huerta, o vender el grano "capulín", penosamente acarreado hasta los puntos de acopio, a los acaparadores regionales. Huertas mal comunicadas y sin acceso a beneficios adecuados, producción acaparada y mal pagada por unos cuantos "coyotes", son factores que sin duda desestimulan el cuidado de los cafetales pues, mejorar en cantidad y sobre todo en calidad la producción de las huertas, supone inversiones significativas que no se manifestarían sensiblemente en los ingresos, pues el beneficio rústico desmerece la presentación y el precio.

En esta lógica los productores prefieren aplicar las utilidades obtenidas, cuando las tienen, en ampliar las huertas, comprando nuevas plantaciones y terrenos (o eventualmente un negocio distinto al del café) y no en el mejoramiento productivo de los cafetales que ya tienen.

El ingreso de los cafetaleros se convierte, entonces, en una suerte de renta. Los productores ven en su huerta la fuente de un ingreso anual, mayor o menor, de acuerdo con los altibajos del mercado, pero seguro, que proviene más de la propiedad territorial y del trabajo acumulado en las huertas durante su establecimiento que de la intervención directa del productor.

El paraíso en guerra

Los buenos precios de los cincuenta enriquecieron principalmente a los acaparadores, sin embargo, algo de la derrama llegó hasta los pequeños y medianos productores.

Pero a finales de la década y durante los sesenta bajaron los precios, y a pesar de que los convenios internacionales de 1962 y 19685 evitaron una caída mayor, las cotizaciones del aromático no recuperaron el nivel de los años cincuenta.6

Si los zares del café se quedaron con las vacas gordas a principios de los cincuenta, las vacas flacas de los sesenta se las endosaron a los pequeños productores. Y si en época de buenos precios las relaciones entre campesinos y acaparadores son conflictivas, en los sesenta se tornaron explosivas, pues el cacicazgo fortaleció sus mecanismos de control extraeconómico y se generalizaron las compras "al tiempo" o a "precio muerto".

Así, los pequeños y medianos productores, que se habían afanado en la instalación de huertas atraídos por el precio del aromático, ven alejarse el paraíso prometido. La otra cara de la moneda es un cacicazgo embarnecido gracias a los saldos de la bonanza, que descarga sobre el campesino los costos de la crisis. En la sierra de Atoyac, la explosividad social no proviene tanto del empobrecimiento absoluto de la población como de la clausura de las expectativas de progreso y del reparto extremadamente inequitativo de la anterior bonanza.

Las denuncias presentadas en el Congreso Campesino de la Costa Grande, organizado por la Central Campesina Independiente en la ciudad de Atoyac en 1965, son buen indicador de la problemática regional: "el café y la copra están a merced de los acaparadores, quienes pagan a precios bajos (...) el Banco de Crédito Agrícola S.A. no refacciona a los campesinos cuando éstos lo solicitan (...) las compañías madereras explotan y talan los montes despiadadamente sin dejar ningún beneficio".7

En un contexto de descontento generalizado la liebre brinca por donde menos se espera, y en 1967 una demanda relativamente menor —la reinstalación de los profesores de la escuela primaria Juan N. Álvarez y la destitución de la directora acusada de malos manejos de los fondos destinados a la construcción del nuevo plantel— desata la lucha guerrillera de mayor base campesina que se haya registrado hasta entonces en México.

La gratuita matanza del 18 de mayo de 1967 que radicaliza el movimiento contra la directora obliga a su principal dirigente, el Profesor Lucio Cabañas, a remontarse en la sierra en defensa de su vida. Después de tres años de trabajo organizativo, por lo cual se forman decenas de comités clandestinos, sale a la luz el Partido de los Pobres. Entre finales de 1969 y principios de 1972 se registran numerosos enfrentamientos armados con el ejército y más de diez secuestros, que ponen en jaque a la burguesía agrocomercial de la región.

La historia del movimiento armado que encabeza Lucio Cabañas no es tema de este ensayo, basta señalar algunos efectos locales de la guerrilla que abren una nueva etapa en la vida de los productores.

En primer lugar, se desmantela por el terror el sistema de poder económico-político regional, pues la guerrilla asesta duros golpes a la red de coyotaje y muchos de los grandes acaparadores, acosados por los secuestros, huyen de la zona abandonando los beneficios húmedos que tenían en la sierra. En segundo lugar, el ejército —siempre presente en una zona históricamente conflictiva como la Costa Grande— intensifica su presencia en la sierra de Atoyac persiguiendo las columnas guerrilleras y tratando de desmantelar el apoyo logístico que las comunidades le brindan al Partido de los Pobres.

Las campañas del ejército federal para liquidar a la guerrilla evidencian las grandes carencias de la zona.8 Y si por una parte la represión militar contra la población se agudiza, por otra, se anuncia el Plan Guerrero en 1972, con programas de desarrollo económico y recuperación social, al cual asignan cuantiosos recursos económicos.

El plan incluyó acciones de bienestar social como electrificación, construcción de escuelas, hospitales y establecimientos de tiendas de abasto, así como programas de fomento agrícola con importantes inversiones de Programas de Inversión para el Desarrollo Rural (Pider); se fortaleció también la presencia de la Banca de Desarrollo: se instalaron en la zona empresas paraestatales, acopiadoras e industrializadoras de la copra (Impulsora Guerrerense) y la madera (Forestal Vicente Guerrero). Finalmente, se estableció en la región el Inmecafe.

La irrupción de las pródigas instituciones oficiales, cuya carta de presentación fue una derrama incontrolada de recursos, representó una mínima compensación a las atrocidades cometidas por el ejército. Para los pequeños productores, la presencia de paraestatales habilitadoras y acopiadoras constituyó un importante viraje en relación con el anterior sistema de acaparamiento.

Del estado de sitio a la estatización de la economía

Respecto al café, la "reconversión" estatista de la agricultura durante los setenta representa la culminación del proceso de desmantelamiento del cacicazgo iniciado por la guerrilla, pues al concluir el conflicto armado, en vez de restaurarse el binomio acaparadores-pequeños productores, se crea una estructura trilateral, en la que el Instituto compite con los compradores tradicionales y en pocos años se convierte en el principal acopiador de la zona.9

Roto su monopolio comercial por Inmecafe, los grandes compradores venden los beneficios húmedos de la sierra, pero mantienen su infraestructura en la cabecera municipal: beneficios secos, bodegas, etcétera, y siguen captando más o menos la mitad de la producción regional. Sin embargo, es evidente que para los campesinos dos opciones son mejor que una, y aunque la operación del Instituto también tiene sus peros, la nueva situación constituyó un avance.

Pero el Instituto no sólo interviene en el procesamiento, regulación del precio y comercialización del café, también impulsa programas de investigación técnico-agronómica y fomento. Así, durante los años setenta parece haber un nuevo y cuantioso crecimiento en la superficie cafetalera que, según las estadísticas del Inmecafe, pasa de 10 mil 131 hectáreas en 1970, a 20 mil 917 hectáreas en 1980.

Sin embargo, estos datos son las habituales cuentas alegres con que el Estado rubrica su intervención invasora en la economía rural. Para empezar, lo más probable es que las cifras sean exageradas, pues los créditos, los anticipos a cuenta de cosecha y otros apoyos dependen de la superficie declarada por el productor y éstos tienden a inflar la extensión de sus huertas para allegarse mayores recursos. Pero no todos los nuevos cafetales crecen en el papel, algunos hunden sus raíces en la tierra..., lo que resulta aún peor, pues se trata de zonas marginales sin mayor vocación cafetalera, que sólo son rentables gracias a los apoyos del Instituto.10 Así, la renta del cafetalero ausentista se ve incrementada por una suerte de renta institucional, constituida por los "apoyos" provenientes de Inmecafe, recursos que poco tienen que ver con la productividad y mucho con el clientelismo político.

Y es que la Costa Grande está saliendo de una cruenta guerra social, y el interés del gobierno no se limita a regular la producción cafetalera, coprera o silvícola. Pese a los horrores de la represión, la zona sigue siendo un peligro latente y la derrama de recursos tiene primordialmente un propósito político: restañar las heridas recientes y ganar un nuevo consenso entre la población.

Durante estos años, tanto Inmecafe como Banrural y otras instituciones gubernamentales otorgaron recursos con muy poco control. Para los campesinos, estas agencias se convierten en una fuente de ingresos que, si bien no son abundantes, tampoco demandan ningún esfuerzo agrícola. De esta manera, el gasto público se emplea para darle una nueva vuelta de tuerca al desmantelamiento del potencial productivo campesino, deteriorado desde antes por el predominio del monocultivo cafetalero. Si el impulso creativo de los esforzados colonos de los años cuarenta y cincuenta fue desalentado por un sistema productivo y económico extensivo y desempleador, que transformaba al campesino en un rentista de subsistencia, la llegada de Inmecafe, lejos de propiciar la elevación de los ingresos cafetaleros por la vía productiva, se limitó a redistribuir parte de los excedentes, que antes capturaban los intermediarios privados, a través de sistemas burocráticos de clientelismo político. Así, el ingreso del cafeticultor se fue transformando en una suerte de "renta institucional", cuyo monto dependía más de su capacidad de regateo que de las condiciones de la producción.

Recursos crediticios fáciles, precios atractivos y estables11 y una cierta mejoría en las condiciones obtenida gracias a los nuevos servicios de salud, educación y abasto, son elementos que transforman el perfil socioeconómico regional y alientan las expectativas familiares de ascenso social. Así, durante esos años se incrementó notablemente el grado de escolaridad, y si antes la mayor parte de los hijos de cafetaleros se limitaba a la educación básica y sólo unos cuantos accedían a la enseñanza normal, ahora muchos jóvenes de entre 15 y 25 años se incorporaban a la educación media, media superior e incluso a licenciaturas universitarias.12

La familia campesina invierte en el futuro capacitando a sus hijos, con la expectativa de que éstos reintegren el esfuerzo al grupo doméstico. Sin embargo, de momento, esta estrategia refuerza la tendencia a suplir trabajo familiar por jornaleros y, como veremos, a la larga, la economía campesina regional pierde la capacidad de reabsorber la mano de obra que calificó y cuyas expectativas ya no corresponden con el estrecho horizonte de la agricultura regional.

Durante esta década, al calor de los mayores ingresos cafetaleros y de las inversiones estatales, se desarrolla en la región un notable proceso de urbanización y "terciarización" de la economía, que se manifiesta en rápido crecimiento de las poblaciones grandes como Atoyac y Paraíso.13 Los campesinos no abandonan la cafeticultura pero, en busca de mejores servicios, alejan aún más su lugar de residencia de las huertas.

Pero la distancia física también es distancia cultural, y el alejamiento familiar de las huertas se profundiza conforme el manejo de los cafetales va pasando a manos de una nueva generación que no vivió los tiempos heroicos en que sus padres colonizaron la sierra y establecieron los cafetales, y que se limita a administrar un patrimonio heredado. Si las modestas bonanzas de los cincuenta y de los sesenta quitaron de trabajar a muchos viejos cafetaleros, y hasta les permitieron educar a algunos de sus hijos, la generación que los sucede está aún más lejos de la tirincha y el machete.

En la sierra de Atoyac la cultura agrícola del café nunca existió o se ha perdido. Por lo general, las huertas se manejan a distancia y el dueño sólo visita los cafetales durante la cosecha y para supervisar el trabajo de los jornaleros. De modo que si los cortadores, pagados a destajo, "ordeñan la mata", el propietario "ordeña su patrimonio".

Si la década de los setenta es de estatización, los ochenta son años de "autonomía" y "apropiación del proceso productivo". Sin embargo, los notables cambios del panorama socioeconómico regional que ocurren en esta etapa tienen que ver principalmente con la comercialización y el crédito, y en lo productivo la mayor transformación se presenta en la fase de beneficio, sin trascender a la fase agrícola. Paradójicamente, en la región la apropiación del proceso productivo no pasa por la producción primaria.

Los beneficios del beneficio húmedo

A principios de los ochenta el panorama agrícola de la sierra de Atoyac se caracteriza por una cafeticultura atrasada: huertas en decadencia, prácticas culturales incompletas, malas vías de comunicación, a lo que se suma un inadecuado sistema de procesamiento. Al inicio de la década, la región es predominantemente productora de café capulín —calidad de consumo nacional— y sólo 15% se procesa en beneficios húmedos para obtener café pergamino de exportación.

A partir de 1981 la situación comienza a modificarse con la introducción de despulpadoras manuales que permiten beneficiar el grano a escala doméstica, y en 1984 se fortalece la tendencia con la construcción de beneficios semi-industriales llamados "Beneficios húmedos prácticos". A partir de estos años crece significativamente la obtención de cafés lavados y con ello el potencial exportador de la región.14 La posibilidad de obtener mejores precios gracias a la presentación de grano de calidad es un incentivo para los cafetaleros que, si antes se limitaban a organizar la cosecha con jornaleros, ahora se ocupan también de las labores de beneficio en las que, con frecuencia, se emplea trabajo familiar.

Sin embargo, la modernización del proceso agroindustrial y la mayor participación de los cafetaleros en el beneficio y comercialización del grano, no modifican ni un ápice el manejo productivo de las huertas. Antes, parece haber una relación inversamente proporcional, pues mientras que la obtención de café lavado se incrementa, la producción agrícola decrece; si de 1980 a 1983 en la Costa Grande se cosechó un promedio anual de alrededor de 220 mil quintales, para el ciclo 1987-1988 la producción se situó alrededor de 150 mil quintales.

La crisis de la cafeticultura regional

En Atoyac, como en todas las regiones productoras del país, el brutal desplome de precios internacionales, que se prolongó desde 1989 hasta mediados de 1994, tuvo efectos mucho más drásticos que cualquiera de las anteriores crisis de mercado, pues se vinculó a la completa desregulación estatal de la actividad económica. Además de las míseras cotizaciones, la falta de créditos y el retiro del Inmecafe, por si fuera poco, los productores padecieron incontrolables plagas y siniestros sucesivos.

Esta situación modificó de golpe las condiciones económicas y sociales de la actividad. La crisis golpea a una economía familiar desmantelada, básicamente contratadora de fuerza de trabajo. Además de los efectos devastadores a niveles productivos y sociales, la crisis también puso en cuestión una cultura agrícola deformada y profundamente dependiente de un Estado interventor. Y este nuevo escenario, que no desapareció con el repunte de los precios, obligó a los pequeños y medianos productores a replantearse estrategias de cambio: muchos migraron ahuyentados por la falta de alternativas; otros se refugiaron en el cultivo del maíz abandonando la plantación; otros, los menos, diversificaron la producción en la propia huerta y trabajaron el cafetal en extensiones que pudieran atender con la familia; algunos empezaron a intensificar y mejorar las labores en la plantación para aumentar calidad y rendimiento, etcétera. Estrategias que pueden ser simples respuestas defensivas ante la crisis, pero que apuntan hacia un cambio de hábitos y cultura agrícola.

El proceso modernizador del Estado ignoró las prácticas históricas que han estimulado el monocultivo y desalentado la participación directa de los productores en las huertas. El proceso vivido por casi medio siglo muestra un escenario cultural complejo, donde las aristas de la modernidad tienen como límite la capacidad de sobrevivencia.

Los avatares de la producción y comercialización del café llevan a reflexionar sobre la peculiar cultura agrícola cafetalera que se ha desarrollado en la región, cuestionando las desventajas de una economía dependiente del mercado.

El espejismo del repunte de precios llega como canto de sirenas a la sierra; sin embargo, el costo del aprendizaje de la crisis de los últimos años ha sido alto. El reto es diseñar las actividades productivas bajo las nuevas condiciones.

Ahora bien, el tránsito a una nueva cultura agrícola que tenga como eje el uso intensivo de los recursos naturales, de la fuerza de trabajo y que rompa con los vicios generados por el monocultivo, tiene como premisas saldar cuentas históricas, la necesidad de replantear el concurso de los agentes que participan en la esferas económicas, sociales y políticas de la región, así como el papel del Estado en cuanto a cubrir funciones compensatorias.

Las condiciones están dadas. Apoyar la diversificación, el incremento en la productividad y el uso racional de la fuerza de trabajo local parece impostergable. Sin embargo, en el nuevo escenario viejos vicios se repiten y poco parecen colaborar a este cambio: el uso político y discrecional de los recursos, la presencia del ejército, la inseguridad en el trabajo de parcelas y huertas son sólo algunos de los elementos que lo entorpecen.

Si para los costeños tanto la presencia del ejército como la derrama de cuantiosos recursos de los años setenta todavía están frescos en su memoria, los vientos que corren apuntan a restablecer prácticas viciadas y reabrir viejas heridas.

En los años ochenta, la organización autónoma de los cafetaleros de la Costa Grande, transitó de luchas y demandas por el incremento a los precios oficiales del café‚ al combate por "la apropiación del proceso productivo", de las exigencias del Inmecafe a las batallas por la autonomía. A mediados de la década, los cafeticultores organizados lograron comercializar directamente su grano, beneficiarlo y hasta industrializarlo, pero no reconsideraron su cultura agrícola ni se plantearon seriamente modificarla, hasta que la reciente crisis les mostró que esta mentalidad —que concibe al cafetal como una simple fuente de rentas y que hace del productor un recolector— podía transformarse en un verdadero talón de Aquiles.

A principios de los años noventa la aparición de organizaciones sociales que reclaman fertilizantes y láminas de cartón, lleva a repensar el proceso organizativo de más de diez años.

Al parecer, la disyuntiva aparece entre dos opciones: el tránsito a la autonomía y la apropiación del proceso productivo, o agrupamientos de campesinos pobres contestatarios. Paradójicamente los dos extremos —posiblemente ninguno de ellos viable por sí solo— no son excluyentes. El reto es integrar a un programa único de desarrollo los intereses tanto de las mayorías pobres como de los proyectos económicos que se han logrado desatar por la organización de los cafetaleros; un programa de desarrollo regional que se oriente a romper vicios construidos históricamente para pasar a una nueva etapa de cultura agrícola en la región.

Algunas conclusiones

El desarrollo de la cafeticultura en la Costa Grande de Guerrero tiene una larga y convulsionada historia. La cultura agrícola de los pequeños y medianos productores de café se ha ido transformando a lo largo del tiempo según los cambiantes escenarios de la región y del país.

1. La extensión de la producción de café después de la dotación agraria implicó un enorme esfuerzo de establecimiento de cafetales y de poblamiento de la sierra. Los protagonistas fueron productores posiblemente tan emprendedores y competitivos como los clásicos farmers norteamericanos.

2. Con la bonanza de los precios internacionales del café de los años cincuenta se consolidan viejos y nuevos grupos de poder. Pero si en los años de buenos precios la burguesía local se queda con jugosas ganancias, los beneficios también llegan a los pequeños y medianos productores, alentando el crecimiento de las huertas y la tendencia a un monocultivo de corte netamente mercantil. En este nuevo escenario, la tradicional economía diversificada de los núcleos familiares se desmantela poco a poco y el trabajo asalariado empieza a predominar en los cafetales.

3. Si en épocas de precios altos la derrama económica, desigual e inequitativa, abarcaba a toda la población, esta posibilidad se cancela desde finales de los cincuenta y durante los sesenta, apareciendo una cruenta lucha protagonizada por el Partido de los Pobres.

Para liquidar la guerrilla en la región, además de la violenta irrupción del ejército, el Estado canaliza cuantiosos recursos anunciados desde 1972 en el proverbial "Plan Guerrero". La derrama de dinero vía instituciones oficiales provoca un nuevo cambio en la cultura productiva de la región. La posibilidad de incrementar los ingresos del cafeticultor está más determinada por su capacidad de regateo y de herencia política de los horrores vividos durante la represión, que de las condiciones de producción en sus cafetales.

La omnipresencia del Estado desalienta las prácticas encaminadas a elevar los rendimientos e intensificar las labores culturales y fortalece aún más el monocultivo. Muchas familias cafetaleras que tienen asegurada su "renta institucional" cambian su residencia a los poblados más urbanizados alejándose cada vez más de las huertas e invierten en el futuro capacitando a sus hijos. Un elevado índice de escolaridad es el perfil de las nuevas generaciones que, sin embargo, difícilmente se reintegran a los trabajos agrícolas en los cafetales.

4. A principios de los ochenta se dan luchas por créditos y mejores precios. Más adelante arranca lo que se conoce como combate por la "apropiación del proceso productivo", por el control, no sólo del cultivo sino también del financiamiento, acopio, beneficio y comercialización del café. En este proceso el productor invierte tiempo y esfuerzo en movilizaciones y gestiones, y después de la cosecha se ocupa de las labores del beneficio que antes estaban en poder de otros agentes. Sin embargo, lo peculiar es que no se modifica su distante relación con la producción primaria. Este cafeticultor desarrolla capacidades de gestión y administración de su producto, pero cada vez está más lejos de la tirincha y el machete.

5. La crisis por el desplome de los precios internacionales de fines de los ochenta y la drástica retirada de Inmecafe de la región evidenció una cultura agrícola deformada y profundamente dependiente del Estado. Para los productores organizados que habían logrado cierto control colectivo del beneficio y comercialización del grano, la crisis mostró la debilidad de una cultura agrícola que considera al cafetal como una simple fuente de rentas.

6. Una estrategia para enfrentar las crisis cíclicas del café debe plantearse una profunda transformación productiva. El problema es diseñar un programa que posibilite el crecimiento económico con justicia social, que parta de una reconversión productiva, que potencie el trabajo campesino, que tienda al pleno empleo, que considere los criterios de diversificación, que logre finalmente transformar a un campesino reducido a la condición rentista de una producción que ya ni siquiera repone el costo.

Un programa de desarrollo que incluya tanto la reproducción del capital como la redistribución del ingreso, es decir, una política de fomento con compromisos sociales.

Esto sólo es posible si se establecen nuevas reglas en la relación del Estado con los campesinos, de recursos frescos que impulsen el arranque de una nueva cultura agrícola, en donde quede claro la necesidad de incluir subsidios compensatorios, que considere dar trato diferente a los desiguales. En pocas palabras, transformar los programas de fomento.

El reto para una profunda transformación productiva parte necesariamente de revolucionar los procedimientos tradicionales de planeación: romper con el esquema de presentar proyectos alternativos, abrir espacios de discusión donde participen todos los productores, se definan estrategias colectivas acordes con sus estrategias familiares, donde se generen planes para ser cumplidos.

Un programa de desarrollo viable y socialmente respaldado, que parta del análisis del uso real y potencial de los recursos humanos y materiales, que reconozca las desigualdades, que permita potenciar todos los recursos y propiciar el desarrollo incluyente.


*Este trabajo concursó en la segunda edición del Premio de Estudios Agrarios, en la categoría de Ensayo, habiendo recomendado el Jurado Calificador su publicación.

**Investigadora del Instituto de Estudios para el Desarrollo Rural Maya A.C.

  1. El precio internacional se había mantenido de 1945 a 1949 entre 27 centavos de dólar/libra y 33 centavos de dólar/libra, en 1950 repunta a 50 centavos de dólar/libra manteniéndose al alza hasta llegar a 54 centavos de dólar/libra en 1953. Una fuerte helada en Brasil provocó que en 1954 el precio subiera 1 dólar/libra.
  2. Manual de Estadísticas Básicas del estado de Guerrero, INEGI, 1984.
  3. En la economía de la Costa Grande, el peso de la producción coprera es mayor que el que se tiene en Atoyac, pues la que fuera franja costera de este municipio pertenece ahora al de Benito Juárez, donde abundan las plantaciones de palma, mientras que el que nos ocupa es predominantemente serrano y el de mayor vocación cafetalera de la región.
  4. Documenta este fenómeno de urbanización de los cafeticultores atoyaquenses, la comparación entre el número y tamaño de las poblaciones de otras zonas cafetaleras como las de Oaxaca o Chiapas y las de la región costeña de Guerrero. Es evidente que el tamaño de las poblaciones es un buen indicador de la distancia media entre la huerta y el lugar residencial de los propietarios, mientras que en Oaxaca y en Chiapas el número de productores por comunidad cafetalera es de menos de 50, en Guerrero es de poco más de 120, lo cual sugiere que en este último estado hay una urbanización entre dos y tres veces mayor de los ámbitos sociales cafetaleros, respecto de que existen en estados más sureños donde dominan indígenas que habitan en rancherías y pequeños parajes serranos próximos a los cafetales.
  5. El primer convenio de la OIC se firma en 1962 y el segundo en 1968.
  6. Después de haber llegado en 1954 a un dólar la libra, el precio baja: 1955, entre 55 y 60 ctvos/libra; 1958, 48 ctvos/libra, y 1959, 37 ctvos/libra. Entre 1960 y 1962 el precio fluctúa alrededor de 34 ctvos/libra y para 1966, gracias a los convenios de la OIC, se establece en 37 ctvos/libra.
  7. Fierro Armenta, p. 321.
  8. Entre 1969 y 1972 se registraron 16 campañas militares y se abrieron 70 caminos de penetración en la sierra; el ejército también realizó estudios socioeconómicos, a la par de las campañas de la "Operación Amistad de la Costa Grande", con actividades asistencialistas de salud, alimentación, etcétera.
  9. Si en 1971 Inmecafe adquirió alrededor de 10% de la producción total, para 1975 logró captar más de 50% y sólo tres años después cerca de 80%.
  10. La expansión de la cafeticultura en zonas marginadas es un fenómeno mundial, propiciado por la intervención desordenada de instituciones estatales reguladoras y de fomento.
  11. En el periodo de 1975 a 1977 el precio se incrementó en 335%, registrando después una tendencia a la baja, que se recuperó de nuevo a principios de los ochenta.
  12. En 1972 la Universidad Autónoma de Guerrero inicia el proceso conocido como Universidad-Pueblo, que tiene como objetivo fomentar el estudio entre los jóvenes de escasos recursos. Así, de 4 mil 395 alumnos matriculados al iniciarse el proceso, en sólo 10 años pasaron a 63 mil 631.
  13. Municipio de Atoyac
  14. La captación del Inmecafe es sólo un indicador: en 1980/1981, 60% fue capulín y sólo 7% pergamino; para 1987/1988, 25% fue pergamino y 40% capulín.