La identidad que la relación con la tierra
proporciona al campesino no es suficiente para
impedir que los movimientos sociales y políticos que
la agrupan tengan una gran heterogeneidad.
Tratar de explicarla es la preocupación
de Alfonso Serna en este artículo.
Alfonso Serna Jiménez
El reto que implica definir la identidad del movimiento campesino resulta de gran complejidad debido a la diversidad de condiciones que intervienen en su concreción. Por ejemplo, las diferentes regiones geográficas, al tener vocación por ciertos cultivos, definen intereses y demandas particulares, o bien, la posición social dentro del sector implica también diversos intereses y perspectivas de vida que resultan en una identidad diferente: el movimiento campesino ha sido capaz de dividirse en diferentes identidades e incapaz de sostener una, siempre en busca de su reconocimiento propio a partir de "los otros" y, en ocasiones, a partir de sí mismo por su crisis de identidad.
El propósito del siguiente análisis es interpretar al heterogéneo movimiento campesino contemporáneo en torno a su identidad en los últimos lustros, desde los años setenta hasta su última fragmentación con la reforma al Artículo 27 constitucional y la emergencia al escenario político y social de una de sus partes con la organización denominada El Barzón. Este ensayo pretende abrir la discusión para interpretar al movimiento en la actual coyuntura de crisis y de aparición de nuevos actores políticos y sociales, pues su dinámica, rápida y cambiante, demanda nuevas categorías para su análisis.
La identidad de los movimientos sociales ¿A partir de qué elementos puede concebirse la identidad del movimiento campesino?, ¿qué hay respecto a la identidad? Gilberto Giménez dice que en la interacción social hay un principio de diferenciación en el cual los individuos y los grupos humanos se autoidentifican "siempre y en primer lugar por la afirmación de su diferencia con respecto a otros individuos y otros grupos". Este principio no actúa solo, coexiste y se complementa con el principio de "la integración unitaria" o de "la reducción de las diferencias" en el que la afirmación de toda unidad de identidad, sea ésta individual o colectiva, reposa sobre la integración de las diferencias bajo un principio unificador que las subsume y al mismo tiempo las neutraliza, las disimula e induce a olvidarlas (Giménez, 1992).
Otro autor, Juan José Bruner, señala que, como en los sujetos, los pueblos se miran también a sí mismos en la imagen que les devuelve el espejo de sus culturas, un espejo que "está irremediablemente trizado por las innumerables formas y los infinitos contenidos que pugnan por expresarse en la cultura y por los modos como la sociedad se ha adueñado de nuestro entendimiento sin llegar a suprimir, a pesar de ello, en lo universal, nuestra función de sujetos". En los pueblos —continúa—, "su comprensión histórica, y por ende su identidad, no les son ofrecidas sino de una manera incompleta, como ideologías quebradas, yuxtapuestas, entrecortadas, deshilachadas, en la imagen del espejo trizado de su propia y presente cultura" (Bruner, 1992).
Esto hace buscar, entre las imágenes quebradas y recortadas del espejo, los signos de nuestra identidad. El espejo de la cultura "nos ofrece las imágenes cambiantes, cifradas, seductoras también, en medio de las cuales tenemos que construir identidades, proyectarnos, sacar a la luz un sentido, hacerlo, creándonos para nosotros mismos, para poder manejarlo" (Bruner, 1992).
La identidad no se da de forma precisa ni tampoco de manera definitiva o fija; es un proceso de búsqueda constante entre el nosotros y los otros, de las relaciones con el "otro", de las relaciones que establecen las diferencias. Las identidades colectivas se basan no en lo que sus miembros tienen en común: puede que tengan muy poco en común excepto no ser los "otros" (Hobsbawm, 1996).
Por otro lado, ¿qué es un movimiento social?, y en ese mismo orden ¿existe un movimiento campesino en México? Ya en los años setenta se cuestionaban las visiones globalizantes sobre los procesos de las sociedades latinoamericanas; se sentía la necesidad de adoptar otros enfoques que aprehendieran las particularidades de las nuevas manifestaciones y de los nuevos actores, pues los análisis de éstas resultaban globalizantes y por lo tanto desfasados. No obstante, tampoco hay conjuntos conceptuales que cubran a cabalidad las expresiones de los movimientos sociales, tan sólo apuntan la encomienda de construir un modelo teórico global que comprenda la fragmentación y la heterogeneidad de los movimientos sociales.
Béjar y Fernández dicen que la globalidad se ha redefinido en tres aspectos: no a las visiones totalizadoras, no a supuestos sujetos portadores de fuerza transformadora y no a proyectos predeterminados sin relación con las reales posibilidades y fuerzas en capacidad de instaurarlos (Guido Béjar y Fernández, 1990). Para estos autores el proceso global se convierte en subalterno de la indagación y aproximación empírica y sólo interesa como un referente de contexto.
Los movimientos sociales en América Latina aparecen en el marco de una crisis muy heterogénea y vasta, sin un epicentro que regule su comportamiento. Al respecto escribe Calderón:
Los movimientos sociales latinoamericanos no sólo son heterogéneos en términos de las relaciones sociales que expresan, sino también en términos de sus dinámicas de acción. En ese sentido, no hemos podido encontrar un único principio que explique el funcionamiento y el cambio de los movimientos sociales y sus conflictos. Más bien hemos encontrado una diversidad de comportamientos que reaccionan, se adaptan, o proponen de distinta manera múltiples opciones societales, y aunque esto no niega que existan tendencias recurrentes, enfatiza que los movimientos no tienen ni una sola causa, ni un sólo destino (Calderón, citado en Béjar y Fernández, 1990).
Este autor y Elizabeth Jelín consideran algunos elementos que caracterizan a los movimientos sociales: todo movimiento social posee una estructura participativa como consecuencia de su propio objeto y experiencia de organización y lucha, todo movimiento social tiene su propia temporalidad, se desarrollan en forma multilateral y heterogénea en el espacio, en los movimientos sociales los actores involucrados en la acción se modifican a sí mismos por la interacción recíproca y compartida para obtener un fin (Calderón y Jelín, 1987). Las características de cada movimiento social lo hacen cualitativamente diferente de otros tanto por época, lugar, actores involucrados, demandas y estructura orgánica.
Respecto de las razones que impulsan a un movimiento, Gunder Frank y Fuentes (1990) señalan: "Los movimientos sociales movilizan a sus miembros de forma defensiva/ofensiva en contra de una injusticia percibida a partir de un sentido moral compartido". En esta afirmación se encuentra un elemento que coincide con el interés del presente escrito: el "Sentido moral compartido". Desde mi punto de vista, éste es el factor de identidad de los movimientos sociales, el cual funciona a su interior y refuerza su cohesión por medio de los conflictos y luchas con otros grupos. Ese sentido moral se reafirma con la participación militante, ya que toda producción de identidades, sobre todo en su fase constituyente, no es ajena al conflicto y a una lucha de identidad (Sánchez Parga, 1992). Como bien se apunta: "cada movimiento social sirve no sólo para luchar en contra de la privación, sino que al hacerlo también reafirma la identidad de las personas activas en el movimiento, y tal vez también la de aquellos 'nosotros' por los cuales el movimiento actúa" (Gunder F. y Fuentes, 1990).
¿Qué elementos pueden caracterizar al movimiento campesino mexicano? Desde mi perspectiva hay dos, los cuales pueden concebirse como momentos que responden respectivamente a las preguntas ¿quién soy? y ¿quién reafirma lo que soy? Primero, la identidad la construye la relación ancestral con la tierra. Yo soy campesino por mi relación con la tierra: la indestructible relación hombre-tierra es un elemento común. Esto, a la vez, me lo confirman los otros y, además, me dan más elementos sobre mí. Con ello también adquiero una identidad colectiva que es parte mía y parte de los otros, es decir, compartimos símbolos y vivencias, tales como las dificultades para optimizar nuestra vida a partir de la relación con la tierra. Ante esas dificultades emerge lo que reafirma nuestra identidad colectiva: un interlocutor, quien las más de las veces es el gobierno, al que se le demandan acciones de apoyo para enfrentar la crisis del campo y el respeto de nuestra autonomía.
Esa identidad colectiva como campesino y el interlocutor (gobierno) que se la reafirma son los elementos fundamentales con los que se trabaja en este ensayo, bajo el supuesto de que a pesar de que puede haber una identidad, aunque sea trizada, no hay una relación orgánica en el movimiento campesino que lo lleve a superar la crisis de identidad y la crisis económica que desde años atrás vive el medio rural mexicano.
La tierra en torno a la identidad La actividad del campo se define por la relación con la tierra, la cual es ancestral y vital para muchos grupos sociales. Aquí se partirá del supuesto de que el vínculo del hombre con la tierra tiene raíces profundas y que por tal motivo la lucha por ella, ya sea para solicitarla, restituirla, conservarla, trabajarla o ampliar su extensión, tiene una vigencia indudable que permanece como fondo en las movilizaciones campesinas.
Se sabe que la cultura agrícola mesoamericana compartía muchos símbolos de identidad con la tierra. Ésta era un imaginario colectivo en esas antiguas civilizaciones, las que desde sus formas más precarias de organización social hasta las más desarrolladas se fundaron en el juego de derechos y obligaciones nacidos en el trato con la tierra.1
En la Conquista y la Colonia se presentaron infinidad de violaciones a los imaginarios colectivos de los pobladores, al alterarles su relación con la tierra; en el siglo XIX hubo levantamientos de etnias que desafiaron el orden constitucional por defender sus tierras y su visión comunitaria de vivir con la tierra y no de ella; a principios de este siglo, los campesinos participan en la revolución para obtener mejores condiciones de vida y para recuperar las tierras que en el transcurso de la Colonia y del siglo XIX les quitaron los encomenderos y latifundistas. Emiliano Zapata emerge como figura agrarista en este proceso y desde entonces hasta hoy ha sido un símbolo de identidad campesina.2
Actualmente la tierra se presenta aún como un imaginario colectivo: los que no tienen; los que subsisten de ella; los que la ven como "la madre tierra". La identidad rural, aunque diversa en sus regiones y sus finalidades, parte y regresa a lo mismo: la tierra.
El movimiento campesino y sus luchas en los años setenta y ochenta: ¿ausencia de identidad?
Si bien la tierra da la identidad a los trabajadores del campo, el movimiento campesino ha tenido una dinámica que ha implicado un amplia diversidad de expresiones, tanto por sus demandas económicas y agrarias como por sus manifestaciones políticas y organizativas, esto es, han tomado actitudes defensivas y ofensivas como respuesta a la política agraria aplicada por el gobierno a lo largo de la historia contemporánea.
El campesinado que participa en las luchas actuales es un actor heterogéneo que enfrenta la crisis del sector y de la economía en general. La diversidad proviene, además, de su dimensión en expresiones locales, regionales y plurirregionales, siempre en torno de la problemática de mejorar su situación económica y social.
El movimiento campesino, en sus fines, ha tendido a agruparse en tres tipos:
1. El que lucha por la tierra.
2. El que lucha por el control del proceso productivo (Bartra, 1991).
3. El que lucha por la defensa del medio ambiente (Toledo, 1992).
Julio Moguel, señala que en el campo mexicano lo predominante entre 1940 y 1970 fue la organización y la lucha de los campesinos en el terreno productivo y que sólo hasta el periodo 1970-1976 las movilizaciones por la tierra opacaron a las anteriores. Sin embargo, en ese último periodo surgió en su nueva fase la lucha "por la apropiación del ciclo productivo" (Moguel, 1992).
El periodo 1970-1976 es ampliamente caracterizado por la lucha por la tierra de algunas organizaciones regionales campesinas. Ana de Ita señala: "Estos movimientos sociales campesinos adoptaron ideologías y métodos de lucha diversos, tales como movimientos de corte maoísta, social cristianos, de lucha armada, etcétera, que además de tener como demanda básica la tierra, pugnaban por nuevas formas de organización y representación más democráticas y plurales". La misma autora dice que a la par se promovieron organizaciones rurales de segundo nivel (Asociaciones Rurales de Interés Colectivo, Uniones de Ejidos, Sociedades de Solidaridad Social, entre otras) al margen de los aparatos corporativos desgastados, y que éstas formas constituyeron una vertiente del movimiento campesino, que a finales de los años setenta y principios de los años ochenta había adquirido una presencia nacional y regional importante. Su expresión más acabada se encontró en la Coordinadora Nacional Plan de Ayala (De Ita, 1994).
En la década de los años ochenta, jornaleros, grupos étnicos, ejidatarios, comuneros, pequeños propietarios y productores con capital enarbolaron demandas que correspondían a la situación social y económica que cada cual vivía. Los jornaleros, como actualmente, demandaron posesión de tierras, trabajo y mejores salarios; las etnias se orientaron fundamentalmente a pedir restitución de tierras y respeto a sus usos y costumbres en su relación con la naturaleza; los ejidatarios se enfocaron a solicitar infraestructura y servicios, y los productores, conformados por ejidatarios y pequeños propietarios capitalizados, pugnaron por obtener precios más altos para sus cultivos comerciales. Las luchas seguían siendo por la tierra, por el control de los procesos productivos y por la defensa del ambiente. En esa década se dio el tránsito de la lucha generalizada por la tierra a la segunda fase de lo que Moguel llama la lucha por "la apropiación del proceso productivo". Representativa de este movimiento es la Unión Nacional de Organizaciones Regionales Campesinas Autónomas (UNORCA), la cual es una red de organizaciones campesinas regionales que ha centrado sus demandas en el control del proceso productivo y la comercialización de sus productos, aunque también han incluido demandas agrarias, pero sin hacer mayor énfasis en la afectación de latifundios visibles o simulados (Canabal, 1988).
La lucha y organización de estos productores ha ido aumentando conforme la crisis económica ha sido más severa. En la segunda mitad de la década pasada, y principios de la actual, realizaron varias acciones importantes que les iban conformando una identidad como sector. Se dieron movilizaciones de soyeros y trigueros en el noroeste de la República, de sorgueros en Guanajuato, Jalisco, Michoacán y Tamaulipas, de maiceros en Chiapas y Nayarit, así como de arroceros, cebaderos, cafeticultores y copreros en diferentes entidades y regiones (Canabal, 1988 y Hernández, 1992). Este sector de productores ha ido creciendo en sus movilizaciones y, como se ve, es muy diverso en sus cultivos y, por lo tanto, heterogéneo. En este sentido se diferencia de los de la década anterior que enarbolaban una lucha agraria y que fundamentalmente se dedicaban a la siembra de maíz, las más de las veces sólo para el autoconsumo.
Un elemento que puede sumarse a la heterogeneidad del movimiento campesino es la gama de organizaciones, y por ende, de intereses que conforman al campesinado mexicano. Se pueden destacar dos vertientes que se han diferenciado en cuanto a su posición frente a la política agraria en los últimos regímenes presidenciales y también en cuanto a sus métodos de acción: una que ha asumido históricamente los vaivenes de la política agraria y, otra, que la ha puesto en cuestión por considerar que no ha atacado a fondo problemas básicos como la concentración agraria, la orientación de la producción agropecuaria y la falta de estímulos para su desarrollo (Canabal, 1988).
En cuanto a la primera vertiente, la de las organizaciones oficiales, el fenómeno de la heterogeneidad ha estado presente, puesto que no todas sus organizaciones han aceptado la política oficial cuando ha afectado sus intereses o los de algunos de sus agremiados. "La lucha por la producción, declara la Confederación Nacional Campesina (CNC), es hoy una alternativa de desarrollo en el campo aunque no se abandone la lucha agraria, allí donde haya condiciones para impulsarla" (Canabal, 1988). Así, en la década pasada y en voz de sus representantes, ya no tienen como demanda principal la recuperación de la tierra, sino la necesidad de que ejidatarios y propietarios se organicen para hacer más eficiente su unidad productiva. Han aceptado el agotamiento de la reforma agraria y dirigen su actividad hacia la "modernización" del sector primario. Ello a pesar de que a su interior hay grupos de jornaleros, etnias, comuneros y ejidatarios que aún están en lucha por la tierra.
Resulta claro que la CNC no constituye un bloque homogéneo y que no tiene un control absoluto sobre sus afiliados, dado que han sido frecuentes, desde hace años, las manifestaciones de inconformidad de varias organizaciones cenecistas en algunas regiones del país, donde han tomado bodegas de Conasupo, las oficinas de su central, han bloqueado carreteras. O bien, regionalmente han coincidido con otras organizaciones para realizar alianzas coyunturales al grado de desoír los llamados del "centro" y actuar por cuenta propia. Es decir, la diversidad y la heterogeneidad han estado presentes como en otras organizaciones.
Un ejemplo de la segunda vertiente puede ser la Coordinadora Nacional Plan de Ayala,3 la cual en la década de los ochenta tuvo una fuerte presencia en el país dentro del movimiento campesino. En ésta convergían toda una gama de organizaciones que en lo común cuestionaban la política agraria, aunque en diferentes aspectos. Principalmente estaban presentes organizaciones de carácter independiente tanto locales como regionales y nacionales y algunas más nacionales de carácter oficial, aunque después abandonaron. Las demandas de las diferentes organizaciones eran según el sector social que las conformaba. Así, la mayoría de las organizaciones eran de ejidatarios, comuneros y jornaleros, aunque también había productores con capital. En ese sentido, sus demandas iban desde tierra y trabajo por parte de los jornaleros; infraestructura, restitución de tierras y preservación del ambiente para los grupos étnicos; tierras, infraestructura y créditos para los ejidatarios; hasta apoyos para la producción y la comercialización en los productores, es decir, el control del proceso productivo.
Puede decirse, entonces, que en las décadas de los años setenta y los años ochenta, se expresaron movimientos con diferentes sectores como vanguardia. Se presentó el paso de las luchas agrarias a la organización de redes de productores rurales, paso que dividió al campesinado nacional en su búsqueda de identidad y unidad orgánica que, sin embargo, se sigue buscando.
Los años noventa, la reforma al 27 y El Barzón: otra fragmentación del movimiento En los años noventa ¿qué manifestaciones tiene el movimiento campesino?, ¿tiene las mismas inercias?, ¿ha encontrado su identidad?
El final de la década de los ochenta dejó una herencia llamada el Congreso Agrario Permanente (CAP), al que algunos le han llamado "el nuevo movimiento campesino". Este Congreso surgió en 1989 como parte de un proceso de convergencia entre las organizaciones más importantes del país, con la intención de dar unidad al movimiento campesino y ser tanto el canal de gestión de la gente del campo, como un interlocutor de fuerza ante el gobierno.
Según José Dolores López, Secretario de la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC), la cual es parte del CAP, en 1992 el movimiento campesino estaba dividido en dos polos: el corporativo y "el realmente independiente". En el primero enlistaba a la Confederación Nacional Campesina (CNC), a la Central Campesina Independiente (CCI), "con particularidades" a la Unión General de Obreros y Campesinos de México Jacinto López (UGOCMJL), al Consejo Agrarista Mexicano (CAM), y parte de lo que son la Unión Nacional de Organizaciones Regionales Campesinas Autónomas (UNORCA) y de la Unión General Obrera, Campesina y Popular (UGOCP). En el otro polo ubicó a una parte de la UNORCA, parte de la UGOCP, a la CIOAC, a la Unión Nacional de Trabajadores Agrícolas (UNTA) y a la Coordinadora Nacional Plan de Ayala.4 Todas las organizaciones, excepto esta última, forman parte del Congreso Agrario Permanente, al que hay que agregarle la membresía de la Central Campesina Cardenista (CCC) y de la Alianza Campesina del Noroeste de Sonora (Alcano).
Si bien desde la perspectiva del CAP, a principios de la actual década se había avanzado en ubicar el factor unitario de la identidad del movimiento campesino, las concepciones de la lucha y de su alcance histórico no han coincidido. Han avanzado donde ha habido posibilidad y donde no, la discusión ha estado de por medio en espera de acuerdos.
Sin embargo, un suceso que dificultó la unidad del movimiento y que lo fragmentó más, si no es que lo desahució, fue la reforma al Artículo 27 constitucional de enero de 1992. Se decía que el campesino ya había adquirido la "mayoría de edad" y que ya podría manejarse sin la tutela del gobierno. Esto se inscribía en las reformas que imponía el modelo económico neoliberal que nuestro país adoptó desde la década pasada, en la que una de sus principales expresiones ha sido la privatización de diversas actividades económicas.
Para Millán, las reformas contenidas en la nueva Ley Agraria, se llevaron a cabo con tres finalidades:
Redefinir y justificar legalmente la existencia o la creación de las medianas y grandes propiedades (neolatifundismo), modificar el estatus legal de la propiedad social (ejidos y comunidades) para abrir la posibilidad de transformarla en propiedad privada (que es una forma de alimentar el nuevo latifundismo), y cancelar el reparto agrario (con el argumento de que ya no hay tierras por repartir) (Millán E., 1995).
El que se abra la posibilidad de privatizar las tierras de propiedad social significa la desintegración de los ejidos y comunidades. El que se cancele el reparto agrario significa que los jóvenes del medio rural sean la nueva generación de los "sin tierra" (que se suman a los ya existentes) que habrán de concluir la historia de los pueblos mesoamericanos y cancelar el sueño de vivir con la tierra. Esto es, con la desintegración de la propiedad social y la cancelación de la posibilidad de poseer tierras para trabajarlas (como patrimonio de los mexicanos), los imaginarios colectivos se alteran, pues el elemento tierra cambia su perspectiva, y la identidad podrá diluirse sin ella.
A pesar de ello, esta situación refuerza la unidad de identidad del movimiento que se ha dado contra el gobierno y genera una nueva: se generaliza la oposición a una política económica que ha arruinado a los campesinos pobres y medios y que ha llevado a la quiebra a buena parte de los empresarios agrícolas, es decir, se ha generado una unidad en contra del modelo económico neoliberal.
Esto ha hecho que en los últimos años haya tomado fuerza un problema que ha acaparado la atención pública nacional: las carteras vencidas.
En la actualidad, el perfil del movimiento campesino no es hegemonizado por los sectores más desfavorecidos del campo, sino por un sector que, si bien había sido golpeado por la crisis económica desde los años setenta, en esta década su presencia y su fuerza son inéditas en el movimiento del campesinado; me refiero a los productores con capital.
En el año de 1993 da inicio esa nueva faceta: la crisis económica hizo "tocar fondo" a la resistencia de estos campesinos mexicanos. En ese año, como apunta Rosario Robles:
Los escenarios rurales presentan indicios fuertes de convulsión en "río revuelto", por un desastre económico que ya no sólo afecta a los campesinos pobres y medios de ejidos y comunidades. Un amplio sector de pequeños y medianos productores privados se rebelan ahora contra la política oficial en rubros decisivos, particularmente en el área de las carteras vencidas y del financiamiento.5
Asimismo, demandan mejores condiciones para la comercialización de sus productos. Productores privados de Jalisco y de Chihuahua participan al principio con plantones, cierres de carreteras y otras acciones. Por el sector social participa de una manera relevante la Unión Campesina Democrática (UCD), planteando demandas similares a las de los privados.
La presencia de productos importados con bajos costos, ante los que poco o nada pueden hacer los nacionales, entran dentro de las razones por las que el sector agropecuario pierde liquidez. Como dice un dirigente de El Barzón6 sobre los efectos de las importaciones: "Ello generó la descapitalización acelerada y de ahí la insolvencia financiera para responder al pago de créditos que habíamos adquirido. Al no poder pagar a los bancos se desataron demandas, embargos, remates de propiedades y encarcelamientos".
Sin embargo, como señala el mismo dirigente sobre el problema de las carteras vencidas: "El problema no es ese, es más bien el efecto. El problema es la falta de rentabilidad en nuestras actividades productivas. Por eso no se resolvería de fondo aun y cuando nos condonaran las deudas 100%. Si persisten las condiciones de no rentabilidad de nuestros negocios, a la vuelta del año siguiente estaríamos igual".
Si bien a los productores con capital les tocó enfrentar esto —lo cual definitivamente pone al movimiento campesino de nueva cuenta sin unidad orgánica por ser un sector con una expresión de identidad diferente el que lo encabeza—, el problema de las carteras vencidas trascendió el agro y abarcó a todos los sectores económicos. El Barzón es un movimiento multisectorial conformado por productores agropecuarios, forestales, comerciantes, industriales y prestadores de servicios que, ante la entrada en vigencia del Tratado de Libre Comercio y la devaluación del peso frente al dólar en diciembre de 1994, se volvieron incompetentes ante la apertura del nuevo mercado internacional e insolventes ante sus compromisos financieros.
Esto ha configurado un movimiento que nuevamente deja sin unidad orgánica al campesinado, con una identidad fragmentada, pero que ha ido más allá, puesto que no es sectorial; parece que estamos ante una nueva forma de organización en la que, por el problema de las carteras vencidas, han convergido más actores que los dos aliados históricos antagónicos a la burguesía (el proletariado y el campesinado), pues han coincidido sectores diversos que, en tiempos de transición política, podrían ser el germen de la nueva organización de la sociedad civil mexicana. En ese sentido, estamos ante la rebelión de las clases medias de las que ha sido punta de lanza el sector agropecuario. Entonces, nuevamente la pregunta: ¿hacia dónde va el movimiento campesino en México?
Bibliografía
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Alfonso Serna Jiménez, candidato a doctor en ciencias sociales por la UAM-Xochimilco. Profesor e investigador de tiempo completo del Centro de Investigaciones Sociales de la Facultad de Sociología de la Universidad Autónoma de Querétaro.
1 En los aztecas, por ejemplo, existía el calpulli, el cual era una forma de organización social cuyo cimiento lo constituían los lazos de parentesco y los derechos sobre la tierra. Cada calpulli disponía de un terreno claramente delimitado, el cual se dividía en parcelas cuyo usufructo correspondía a las familias del mismo. Es decir, no había propiedad privada de la tierra porque ésta pertenecía al calpulli, pero los miembros de él, y sólo ellos, tenían derecho a recibir el usufructo de una parcela, y con el tiempo adquirieron también el derecho a transmitirlo a sus descendientes por herencia (Florescano, 1986). Igualmente, el pensamiento prehispánico estaba impregnado y orientado por un conjunto de mitos y por la religión. A través de ésta el hombre estableció "su relación con la naturaleza circundante y con el cosmos, integrando una unidad circular sin fisuras. El sustento de esa unidad fue su relación con la tierra" (Florescano, 1986).
Los mayas, por otro lado, manejaban un ciclo vida-muerte orientado míticamente por el cultivo del maíz en la tierra. En el imaginario maya uno de los temas más recurrentes era el de la muerte y resurrección del dios maíz, que tenía que ver con la creación y el ordenamiento del cosmos. La relación hombre-tierra en esta cultura se presenta en los conflictos entre los cultivadores de la superficie terrestre y los dioses que residen en el inframundo. En el segundo viaje que hicieron los gemelos divinos del Popol Vuh, a cambio de rescatar del inframundo las semillas y los huesos de la humanidad que había muerto para asegurar su regeneración periódica, los gemelos Hunapú y Xbalanqué tienen que convenir un pacto con los señores de Xibalbá que residen en el inframundo. Según ese pacto "la tierra glotona devolverá periódicamente la vegetación; los hombres muertos renacerán en sus hijos, y los astros iluminarán otra vez la tierra después de su tránsito nocturno por el inframundo, pero a condición de dejar en las entrañas de la tierra un tributo de la vitalidad cósmica. La muerte, o el sacrificio periódico de una parte de la vida, se consumará en el seno de la tierra, de modo que de la semilla de los muertos renazca la vida en un ciclo continuo e inalterable" (Florescano, 1993). Es decir, su cosmovisión tenía como base la vida y la muerte, el nacer, morir y renacer, ciclo en el que la tierra era protagonista.
2 Octavio Paz sobre él dice: "realismo y mito se alían en esta melancólica, ardiente y esperanzada figura que murió como había vivido: abrazado a la tierra. Como ella, está hecho de paciencia y fecundidad, de silencio y esperanza, de muerte y resurrección" (Paz, 1959).
3 Hay que advertir que en esta vertiente en los años ochenta tenían una presencia importante la Unión Nacional de Organizaciones Regionales Campesinas Autónomas (UNORCA), la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC) y la Coordinadora Nacional Plan de Ayala (CNPA), de la que se citará el ejemplo.
4 Entrevista aparecida en el diario El Nacional, 9 de marzo de 1992, p. 14.
5 Rosario Robles, 1993.
6 El Dr. Ignacio Santana en una entrevista que se publicó en el suplemento "La Jornada del Campo" de La Jornada, 26 de octubre de 1993. El Barzón es el nombre de la organización que aglutina a estos productores, los cuales se reparten casi equitativamente entre ejidatarios y pequeños propietarios.