México está atravesando una etapa crítica de su historia y para superarla se requiere del esfuerzo y el aporte de todos los mexicanos. Aunque ya se advierten los primeros signos de recuperación, todavía falta para alcanzar los niveles de bienestar y crecimiento económico, de seguridad social y jurídica a los que legítimamente aspira la Nación. Sin embargo, en un contexto de escasez de recursos y emergencia económica, prevalece en todos los niveles de gobierno y en la sociedad la preocupación por dar una atención prioritaria a los sectores menos favorecidos de la población. Las políticas públicas se reorientan para privilegiar el gasto en el rubro social, y las instituciones encargadas de atender el campo, donde viven la mayoría de los pobres de nuestro país, dirigen su acción hacia metas que contribuyan a crear un clima propicio para un desarrollo pleno y justo.
Dentro del actual enfoque integral del desarrollo rural, los apoyos directos al campo se otorgan hoy sin que medie condicionamiento alguno y se estimula la participación del sector privado en un marco de relaciones justas entre el capital y los propietarios de la tierra. Frente al concepto, ya superado por las reformas constitucionales de 1992, de que al gobierno le correspondía el papel de máxima autoridad agraria del país, los ejidos y comunidades, a través de sus asambleas y órganos de representación, son ahora los protagonistas de su propio desarrollo. Este cambio conceptual, que llega hasta la raíz del problema agrario e intenta su solución definitiva, no ha estado ajeno al debate y la controversia. Sin embargo, pese a los resabios de antiguas concepciones sobre un Estado rector que suplanta la libertad de decisión de los núcleos agrarios —pretextando una supuesta necesidad de protección del sector campesino—, en distintos sectores y con diferentes enfoques, toma fuerza la idea de un sujeto agrario independiente en sus prácticas sociales y económicas, autogestionario, capaz de insertarse en condiciones de igualdad en las arenas del mundo de hoy, con el apoyo —que no la tutela— del Estado. Lo anterior es posible sólo con la participación activa de los sujetos agrarios, a quienes la legislación ha fortalecido en su elemental derecho de ser los responsables de su propio destino.
En medio de los profundos cambios que experimenta el medio rural y los debates que suscita, la Procuraduría Agraria cree imprescindible generar espacios de reflexión sobre la realidad que vive el sector y el rumbo de su futuro desarrollo. En este sentido, para la institución constituye motivo de satisfacción que Estudios Agrarios se esté ya distribuyendo en todo el país y que haya sido posible iniciar, a partir de este número, un sistema de suscripciones nacionales e internacionales. En la misma orientación de estímulo a la investigación sobre el tema rural se inscribe la reciente entrega del Premio de Estudios Agrarios 1996, evento que coronó un concurso convocado por la Procuraduría Agraria en el que participaron decenas de investigadores. La convocatoria para el Premio 1997 aparecerá publicada en el próximo número de esta revista. Con estas iniciativas estamos seguros de contribuir a una más amplia difusión de los ensayos y estudios que en un esfuerzo coordinado de académicos e instituciones del sector nos empeñamos en realizar y divulgar.
Este cuarto número de Estudios Agrarios inicia con un valioso estudio de Héctor Robles Berlanga quien, a partir de la información generada por las distintas intituciones de gobierno que participan en la aplicación del Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares Urbanos (Procede), describe y analiza las características de los sujetos agrarios beneficiados por la certificación. Por su parte, el especialista en derecho agrario Isaías Rivera Rodríguez nos brinda un original estudio sobre la evolución histórica que ha tenido la procuración de justicia agraria en México. Víctor Toledo advierte sobre las negativas consecuencias que puede tener el actual marco legal en el manejo de los recursos naturales del medio rural y propone buscar una vía ecológica para la modernización campesina. A su vez, Roberto Diego Quintana critica un modelo que antepone el crecimiento económico al desarrollo social y humano, y propone revalorar la opción por la tenencia y la explotación comunal con apoyo de un Estado regulador que fomente la autonomía de la organización rural. La heterogeneidad del movimiento campesino en México, en cuanto actor social, ocupa la atención de Alfonso Serna Jiménez quien hace una revisión de los postulados de las organizaciones campesinas para indagar en el origen de sus movilizaciones y su relación con el Estado. Finalmente, ofrecemos a nuestros lectores una interesante reflexión de Salvador Assennatto y Pedro de León sobre los obstáculos que históricamente han enfrentado los núcleos agrarios para asumir el control de sus procesos productivos y sociales y sobre la necesidad de romper con las viejas prácticas para facilitar la consolidación de una verdadera democracia dentro de los ejidos.
El recuento de las actuales inquietudes en torno al sector rural mexicano que pretendemos hacer trimestralmente en este medio queda, por cierto, incompleto, pero al menos muestra la heterogeneidad que lo caracteriza. La nueva vigencia que el campo ha cobrado en la vida nacional hace que la lectura de sus procesos económicos, sociales y culturales, y la interpretación de los preceptos legales que rigen su ser jurídico no sean sólo asuntos de las instancias de gobierno, sino cuestiones que competen, principalmente, a sus protagonistas directos y, desde luego, a la sociedad entera. Una nueva cultura agraria debe ir abriéndose paso a través del fortalecimiento de la propiedad social en el campo, su desarrollo social y económico, la consolidación de la democracia en el sector rural y la conversión del campesinado en un sujeto autónomo y fuerte. En esta tribuna no pretendemos más que contribuir a este esfuerzo. v