Gustavo Gordillo
Alejandro Mohar
Hacia finales de la década de los ochenta se había conformado una amplia y vigorosa corriente dentro del movimiento campesino que incorporaba redes, grupos organizados regionalmente o por producto, y organismos campesinos dispersos. Los agrupamientos de esta corriente se encontraban fuera y dentro de las centrales, y presentaban amplias identificaciones en términos de concepciones, comportamientos económicos y tipos de demandas. Esta confluencia puede esquematizarse en los siguientes elementos, altamente articulados:
a) Reclamo de autonomía para la organización campesina y autogestión de sus procesos productivos;
b) como contraparte, rechazo al paternalismo y al corporativismo agrario en cuanto a sujeción al gobierno, autoritarismo y centralismo;
c) esfuerzos para convertir al ejido en unidad económica integral que intenta incorporar al resto de pobladores del núcleo agrario;
d) gestión de las demandas vía la negociación-concertación y en contra del enfrentamiento;
e) estrategias de apropiación del excedente campesino en disputa con las entidades de fomento y con las redes locales de poder; y
f) proclividad a una mayor interacción con los mercados.
En esta confluencia de concepciones y prácticas está implícito un desplazamiento de la demanda de tierra a un segundo plano y pasan a ser eje de la movi-lización social las demandas y necesidades relacionadas con la producción y comercialización.
Esta vertiente del movimiento campesino alcanzó cierta hegemonía en el discurso y ganó crecientes espacios en la interlocución con el gobierno. En el momento político del recambio sexenal 1988-1989 influye en forma determinante en el discurso gubernamental y en el diseño del proyecto modernizador impulsado por el gobierno de Salinas de Gortari. En otras palabras, los elementos propositivos de esta vertiente campesina catalizaron la definición y realización de buena parte de las reformas salinistas.
Sin embargo, la influencia discursiva y programática —real y decisiva— en la agenda rural del gobierno, no derivó en propuestas concretas y en mecanismos de participación en los procesos de aplicación de las reformas y de definición y conducción de la política agropecuaria, es decir, no se logró una conducción social de las reformas y una participación real en el redireccionamiento del fomento estatal.
A principios de sexenio se mejoró sustancialmente la interlocución campesina con el gobierno, sobre todo a nivel central con la formación del Congreso Agrario Permanente (CAP). Sin embargo, las modalidades, tiempos y ritmos de los cambios que se derivaron del proyecto reformador, fueron decisión y tarea casi exclusiva del gobierno. Más aún, las organizaciones campesinas regionales no pudieron jugar un papel protagónico que permitiera imprimir una especificidad regional a las reformas, mucho menos orientar y consolidar una base social local que asimilara los cambios y en congruencia desplegara nuevos comportamientos económicos.
Las razones son varias, a manera enunciativa tenemos: el peso del centralismo acumulado a la endeble y limitada democracia rural; la ausencia de un mando único institucional en la política agropecuaria agravada por la dispersión de los instrumentos en la maraña de la administración pública federal; la persistencia del autoritarismo y clientelismo en la relación Estado-productores, sobre todo en su plano local; la escasa convergencia entre representaciones de productores del sector social y privado; y la subordinación del proceso de aplicación de la reforma rural a los imperativos de las políticas generales de ajuste y cambio estructural.
Esta lista no es exhaustiva, en particular falta apuntar el hecho que los planteamientos propositivos de la corriente modernizadora resultaron cada vez más limitados en relación al avance en las reformas, que crecientemente mostra-ban insuficiencias respecto a los retos de la crisis y del deseado ajuste de la agricultura.
De esta forma, un contexto adverso a la participación social, severas limitaciones en el discurso y una dinámica de cambio con fuertes ingredientes de exclusión, han sido factores determinantes para la desactivación de la iniciativa rural en los terrenos de la aplicación, y ante la necesidad de ampliar y consolidar las mismas reformas.
Esta situación se agravó con el conflicto de Chiapas y sus réplicas en diferentes regiones del país, al distanciar a esta corriente y a la misma iniciativa gubernamental del curso de las movilizaciones regionales y del contenido de la demanda social más explosiva.
En conclusión, desde la perspectiva campesina la orientación del proyecto reformador se ha trastocado, y resulta indispensable un replanteamiento y ampliación de los principales elementos propositivos a que apuntaba la fracción moderna del movimiento campesino a finales de los ochenta. La finalidad es armar ejes conceptuales y programáticos que permitan tender puentes con los movimientos emergentes (principalmente en las vertientes ilustradas por los casos de El Barzón y el Consejo Estatal de Organizaciones Indígenas y Campesinas de Chiapas, CEOIC), y, en general, inducir coherencia y perspectiva a las demandas y comportamientos económicos del campesinado, dentro de los grandes trazos definidos por el nuevo modelo de desarrollo y por la reforma jurídica.
Esta tarea es indispensable para que el discurso propositivo vuelva a ser amalgama en la reconformación de la base social de las reformas. No se comienza de cero. En los últimos años y en buena medida a la par de los cambios, en diversas instancias campesinas y gubernamentales —y en un grado muy menor en el circuito académico— se cuenta con avances importantes, que todavía no han permeado en forma decisiva el debate y la agenda rural.
Esta revisión conceptual requiere acompañarse de una evaluación mesurada y concreta sobre los efectos y opciones que está generando la reforma rural; una evaluación que responda a los dos grandes temas que subyacen y agitan la discusión y movilización sociales. Estos temas se sintetizan en dos preguntas: con las reformas, ¿cuáles son las posibilidades reales y relativamente cercanas de remontar el estancamiento económico del campo? y ¿cuáles son los niveles de ex-clusión inherentes a la vía de modernización del campo?
En los siguientes apartados se presenta, en forma un tanto esquemática y preliminar, una serie de enfoques conceptuales y elementos propositivos que se consideran claves para la elaboración de un nuevo discurso programático desde la perspectiva campesina.
Un nuevo enfoque en la tarea de reconstrucción institucional
La tarea de transformar al conglomerado de aparatos estatales en la esfera rural ha sido enorme y a pesar de los sustanciales avances, todavía nos encontramos a mitad de camino y sin respuestas institucionales a las demandas y necesida-des de los productores con menor potencial. Sin embargo, existe un creciente consenso sobre los rasgos deseados para una segunda etapa de reconstrucción institucional:
a) Una eliminación todavía mayor de las prácticas paternalistas, burocráticas y clientelistas;
b) un efectivo acompañamiento estatal en el proceso de ajuste de la agricultura que, respetando la autonomía de los productores, logre inducir amplios procesos de reorganización económica y cohesión social en las comunidades rurales; y
c) un novedoso esquema de regulación e incentivos que permita efectos sinérgicos entre la dinámica del mercado, el fomento estatal y las estrategias económicas de los productores.
Estos rasgos deseados presuponen la adopción de un enfoque sobre la reconstrucción del marco institucional rural que no se limite a cambios en el entramado de estructuras y funciones de los aparatos estatales de fomento, y que retome las nuevas concepciones sobre desarrollo institucional que abarcan al conjunto de reglas y convenciones formales e informales, con sus procedimientos de aceptación y cumplimiento de las mismas, y la serie de normas éticas de comportamiento que en conjunto determinan el marco estructural de la interacción económica y social.
Bajo este enfoque adquiere la mayor relevancia el diseño consensuado y legislado de nuevos esquemas operativos de oportunidades e incentivos congruentes con las reglas implícitas en la reforma jurídica, esquemas que a final de cuentas serán determinantes para el desempeño económico de la agricultura mexicana.
La reciente reforma jurídica y los procesos que conllevan la reforma del Estado y las políticas de apertura y desregulación han permitido cancelar formalmente ineficiencias y limitaciones, particularmente en lo que respecta a los derechos de propiedad; y han mejorado en forma incipiente los débiles esquemas de incentivos y oportunidades imperantes en el agro mexicano.
Todavía está pendiente, sin embargo, la elaboración de esquemas orientados a resolver la disparidad y altos niveles que caracterizan a los costos de transacción en el medio rural; las inercias y escasas oportunidades que limitan la reorganización económica y más específicamente, la multiplicación y diversifica-ción de formas contractuales y asociativas; los obstáculos al desarrollo de economías comunitarias, y la nula regulación sobre los mercados regionales de fuerza de trabajo.
Asimismo, falta el desarrollo del marco institucional en lo que respecta al establecimiento —en términos de normas jurídicas y aparatos institucionales— de los compromisos del Estado, tanto en lo que se refiere a garantizar un diseño y conducción participativa y corresponsable de la estrategia de desarrollo rural, como en redefinir las características y dimensiones del fomento estatal. En concreto se requiere:
a) El reconocimiento de las representaciones de los productores como entidades de interés público con derechos y responsabilidades en las tareas de conducción de las políticas rurales. Este reconocimiento tiene que acompañarse de instancias nacionales y estatales de concertación en torno a decisiones relevantes para el sector, diseño de políticas y asignación de recursos por regiones, actividades y grupos de productores.
b) Una ampliación consensuada de la reforma legal que defina las modalidades del fomento estatal, las reglas básicas de acceso y las dimensiones de los recursos involucrados en los principales instrumentos de política agropecuaria. En especial se necesita legislar, con un horizonte de mediano plazo, los términos del sistema de apoyos directos, de la canalización creciente y bajo modalidades adecuadas de recursos crediticios, de los programas de modulación que acompañen la apertura comercial y de la transformación gradual de la política fiscal en el ámbito rural.
En otras palabras, el propósito es establecer el marco legal que imprima con-senso, rumbo y estabilidad a la política agropecuaria para generar el anhelado factor de certidumbre en el campo y contener los terrenos del autoritarismo y la discrecionalidad.
Los puntos anteriores marcan un factor fundamental para ulteriores desarrollos institucionales dentro de los rasgos deseados de autonomía, inclusión y acompa-ñamiento estatal efectivo: la definición e instrumentación de reglas y prácticas que signifiquen la cristalización institucional del creciente dinamismo y diversidad del campo, expresado en nuevos estratos, grupos, asociaciones y orga-nizaciones sociales, que han desplegado un complejo tejido plural y que tiene que encontrar formas de coexistencia positiva con las corporaciones.
En otras palabras, es fundamental que la complejidad social rural se exprese en forma determinante en las instituciones públicas, de modo tal que permita incluir y calificar las demandas de los sectores excluidos del pacto corporativo a través de ampliar en forma diferenciada la oferta de las instituciones.
Lo anterior implica cambios de fondo en los mecanismos de acceso a los servicios y recursos públicos de fomento, acompañados de profundos procesos de desconcentración en las entidades de fomento que garanticen la autonomía necesaria a sus agencias locales en la asignación de recursos y en la flexibilidad de los programas, para abrir efectivos espacios de concertación permanente con los productores.
Este tipo de cambios tienen que reflejarse particularmente en los distritos de desarrollo rural, de forma tal que realmente se ejerza una dirección conjunta entre entidades de fomento y productores, sin privilegios clientelares y sin sobrerrepresentación de las centrales más ligadas al esquema corporativo. En forma similar se requiere renovar las reglas que determinan los términos y peso de las diversas representaciones de productores en las instancias de planeación estatal y municipal.
Replantear las perspectivas para la propiedad social
A lo largo de los tres primeros años del gobierno salinista se desplegó una discusión en torno a las perspectivas del ejido en forma desordenada y altamente permeada por una polarización: privatización versus transformación del ejido. Esta polémica estuvo escasamente articulada con el debate más general que acompañó las reformas globales en que se adentraba el país, principalmente las relacionadas con la reforma del Estado y con un nuevo modelo de economía abierta.
La discusión se retroalimentó de un proceso de efervescencia y cierta convergencia entre las corrientes contrarias al proyecto modernizador del gobierno (las denominadas centrales campesinas, inmovilistas, tradicionalistas y las fuertes corrientes corporativistas de la Confederación Nacional Campesina, CNC), entre la burocracia tradicional y ciertos segmentos de la izquierda estatista en la academia, los partidos y los medios.
Esta situación derivó en un aislamiento relativo de las posiciones (inclusive y sobre todo, la gubernamental) a favor de una transformación del ejido, ya que polarizó el debate y relegó la necesidad de concretar una estrategia campesina para la transformación del ejido. En cierto sentido, se puede afirmar que con-tribuyó a que perdiera continuidad y fuerza el discurso que perfilaba nuevas opciones al ejido.
En un segundo momento, posterior a la reforma al Artículo 27, resultó paradójico que los profundos cambios a las reglas que rigen la propiedad social en el agro generaron solamente un débil debate con tonos polarizantes sobre las nuevas perspectivas de la propiedad social. Así vemos cómo, lejos de producirse un proceso abierto de reelaboración de concepciones, elementos propositivos y estrategias regionales campesinas, lo que ha predominado son tres tipos de tomas de posiciones o más bien de vaticinios:
a) Una cantidad importante de planteamientos discursivos sobre el ejido y la comunidad donde se considera —no siempre en forma explícita— que los agentes económicos privados sólo incrementarán su participación en pequeñas franjas de la agricultura comercial y por tanto, su acción no será determinante para el futuro del sector social;
b) una serie de apreciaciones ideales donde el empresariado nacional y extranjero, sin desplazar a los ejidatarios y más bien asociándose con ellos, lograrían catalizar una acelerada y masiva capitalización del agro;
c) y en el polo contrario, las posiciones que con leves variantes sostienen una visión sobre el ocaso de la propiedad social ante el embate de los productores privados desatado por la reforma jurídica y apuntalado por el Tratado de Libre Comercio (TLC).
Sin duda, las nuevas reglas son proclives a la participación ampliada del sector privado en el campo: privilegian las formas contractuales y asociativas con todo tipo de productores; liberan con ciertas salvaguardas el factor tierra, y son favorables a la disolución de inercias y obstáculos formales que separan al sector social de la agricultura privada. La acción combinada de estos cambios puede dar lugar a un auge acelerado de formas contractuales y asociaciones, condicionado a una superación de los problemas más apremiantes del agro, como el de las carteras vencidas y el vacío institucional que se expresa en una falta de consenso y definición de una política agropecuaria de mediano plazo.
La intensidad y modalidad (o más bien, modalidades regionales) que presenten estos cambios dependen en forma determinante del curso que tome el fomento estatal. En este sentido, resulta probable que la acción estatal, por diversas razones —principalmente políticas y sociales—, exprese la opción menos riesgosa al adoptar una estrategia defensiva hacia la propiedad social y, por tanto, una variante a favor de mantener la separación —seguramente menos paternalista y burocrática— de la economía campesina.
Los impulsores de estrategias defensivas tuvieron eco en las interpretaciones surgidas principalmente del circuito académico y en forma velada de algunas instancias estatales, donde la nueva Ley Agraria, los mercados desregulados y la entrada en vigor del TLC marcan, desde su óptica, el inicio del fin de la propiedad social.
A raíz del conflicto de Chiapas y su efecto en múltiples movilizaciones regionales desligadas de las direcciones campesinas nacionales, las posiciones defen-sivas —inclusive sus variantes que pugnan por una contrarreforma sobre el Artículo 27 constitucional— han recibido un gran impulso que seguramente buscarán capitalizar en la coyuntura política determinada por el cambio de gobierno.
De esta forma, entre las repercusiones de Chiapas está la de un nuevo y más profundo trastocamiento de la agenda rural que coloca en primer orden las perspectivas de la propiedad social. Ahora, bajo la imperiosa necesidad de reelabo-rar una nueva oferta política hacia ejidos y comunidades que presente una viable y cercana incorporación al proceso de modernización del campo.
Esto presupone una revitalización del debate con nuevos ingredientes. Sin embar-go, las tendencias de 1994 no son alentadoras: por un lado, a lo largo del año en curso no ha existido disposición para formular una propuesta de ajuste y ampliación a las reformas gubernamentales que facilite una vía de cambio y continuidad; por otro lado, persiste la falta de iniciativa de las principales centrales campesinas, pero ahora acompañada de movilizaciones locales con una tendencia polarizadora que frecuentemente cuestiona el fin del reparto agrario.
En particular, cabe anotar que el momento político-electoral pudo ser un espacio idóneo para confrontar propuestas en torno a las perspectivas de la propiedad social; sin embargo, ninguna de las fuerzas políticas contendientes tomó la iniciativa.1
Después de la primera etapa de reforma realizada durante el gobierno de Salinas de Gortari, un replanteamiento de las perspectivas de la propiedad social presupone incorporar nuevos factores referidos a que:
a) El eje ya no puede ser solamente el ejido; también pasan a primer plano la comunidad indígena y los pobladores rurales que no tendrán acceso a la tierra.
b) El reconocimiento de los elementos de gobernabilidad —implícitos y poco reconocidos— en el fomento a la propiedad social, en particular en lo relacionado con autonomía, corresponsabilidad y protagonismo de los gobiernos municipales.
c) La reforma jurídica y el curso de la movilización social apuntan la necesidad de rediseñar la política agraria y articularla con la política agropecuaria.
d) La necesidad ineludible de encontrar vías de articulación de la política social con el fomento productivo a los ejidos y comunidades.
Además, las reformulaciones sobre la propiedad social tienen que ser congruentes con el nuevo paradigma de agricultura en construcción.
A finales de los ochenta la propuesta de transformar al ejido en una unidad económica integral influyó en el contenido de la reforma jurídica y en el desmantelamiento de buena parte de los mecanismos institucionales sellados por el paternalismo y la visión del ejido como extensión de lo estatal. Sin embargo, un contexto rural con crecientes espacios para la operación de los mercados y para una mayor presencia de otros agentes económicos, y con menos barreras entre la economía campesina y la agricultura comercial, no es favorable al desarrollo de unidades económicas cerradas. En consecuencia, la trayectoria tradicional del ejido como unidad económica integral tendrá que ajustarse a las nuevas condiciones.
En particular, es necesario considerar que un componente central de la transformación del ejido es la batalla por la apropiación del excedente campesino; el incipiente y menor peso de los aparatos de fomento en la extracción y direc-cionamiento del excedente campesino; el mayor peso de la interacción con los mercados, y el establecimiento de condiciones favorables a la multiplicación de formas asociativas y contractuales en el agro.
Otra arista de la problemática a la que se enfrenta el ejido señala que el marco normativo y las últimas orientaciones en el fomento estatal contienen elementos proclives a la autonomización económica del ejido, lo cual mina su potencial de organicidad social y, por tanto, reduce sus opciones de perdurar y desarrollarse como una unidad económica integral.
La nueva Ley Agraria cancela limitaciones y abre espacios para las iniciativas económicas individuales o de pequeños grupos de ejidatarios; asimismo, suspende mecanismos de asunción colectiva obligada de compromisos. Estos cambios no sólo resultan del nuevo contenido de la ley sino, y sobre todo, de la suspensión de una serie de leyes complementarias de la anterior Ley Federal de la Reforma Agraria.
Así vemos que, como resultado de la cancelación formal de la injerencia estatal en la vida interna de ejidos y comunidades y en sus procesos productivos, el fomento estatal tiende a convertirse en un factor disgregante del ejido como unidad económica. El crédito de la banca de desarrollo ilustra esta tendencia: pasó de ser el mecanismo privilegiado para el ejercicio de la díada paternalismo/corporativismo agrario, a convertirse en un instrumento selectivo de ejidatarios pertenecientes al mismo ejido, con efectos de atomización económica y mayor desigualdad al interior del ejido.
En respuesta a esta tendencia se plantea el diseño de un esquema de fomento proclive a que el ejido se conforme como empresa integradora, que potencia la diversidad de entidades y asociaciones económicas en su interior y las articula con vistas a desarrollarse como empresa de servicios.
Este planteamiento nos remite a una reconsideración de las precondiciones para una real autonomía del ejido y autogestión de sus procesos productivos. Ante un esperado fomento estatal de real acompañamiento —pactado y con responsabilidad— que no atente contra el monto y destino del excedente campesino, y ante un contexto de mayor competitividad inclusive en la esfera de los servicios, habrá que revisar las precondiciones de la autonomía referidas a que la organización campesina cuente con cuerpos propios de técnicos, aparato propio de comercialización y acceso a varias fuentes de financiamiento.
En otras palabras, en el futuro cercano y en muchas regiones cimentar la autonomía significará fomentar —desde el gobierno, la iniciativa privada y los organismos económicos regionales campesinos— la creación de empresas que proporcionen los servicios técnicos, de comercialización, gestión y elaboración de proyectos, y buscar una participación campesina en este conglomerado por diferentes vías: accionaria, conformación directa de empresas, asociación en cooperativas, etcétera. La finalidad de esta participación campesina es garantizar acceso competitivo a los servicios e inducir formas sociales de regulación de los mercados.
Cabe insistir que la discusión sobre las perspectivas de la propiedad social y, en particular, su papel o papeles regionales en el desarrollo rural tiene que pon-derar que nos encontramos en el comienzo del fin de la separación artificial de los sectores social y privado, y debe pasar al primer plano la ponderación de las oportunidades y riesgos que inauguran los cambios jurídicos relacionados con la vida interna del ejido, sus opciones de organización, el nuevo carácter de avecindado y la Junta de Pobladores.
Hacia una nueva estrategia de fomento a la economía campesina
Un replanteamiento en enfoques y conceptos para la propiedad social tendrá que articularse con una propuesta más general para el conjunto de la economía campesina que incluye al universo de pequeños productores privados, mi-nifundistas en su mayoría, que no se han logrado incorporar a la agricultura comercial.
Una redefinición a fondo de la estrategia de fomento hacia la economía campesina presupone abordar temas básicos que en los últimos años se han mantenido en un segundo plano y que muestran una alta coincidencia con la agenda para la propiedad social. A continuación se comentan varios, marcando brevemente algunos problemas y elementos propositivos.
Un nuevo enfoque-concepción de los productores
Las dinámicas institucionales que generan un desplazamiento de los denominados productores de tiempo parcial2 y se concentran sólo en los proyectos con potencial productivo3 se han convertido en un potente factor de exclusión en la vía de modernización del agro.
Disolver estos sesgos institucionales presupone optar y asimilar, en términos conceptuales y operativos, un nuevo enfoque institucional que ubique a los productores como agentes económicos que desarrollan diversas estrategias y comportamientos económicos, y que actualmente se enfrentan a una larga coyuntura generada por profundos cambios en las reglas, en el fomento estatal y en el modelo de desarrollo.
Ante estas nuevas condiciones, los productores —independientemente del régimen de propiedad y de su nivel económico— comienzan a ajustar y ampliar sus estrategias económicas. Es compromiso estatal facilitarles este tránsito de forma tal que todos encuentren espacios para su permanencia como agentes económicos en sus regiones.
Este enfoque institucional con un claro sello de inclusión abre opciones a la encrucijada entre eficiencia y equidad, al facilitar un proceso de convergencia entre los diversos segmentos de productores en torno a la política de subsidios. Siempre y cuando ésta se enmarque bajo un fomento estatal que acompañe y facilite las diversas estrategias económicas de los productores, en su carácter de agentes económicos y no sólo en sus actividades agrícolas.
Agricultura sustentable con campesinos
Las últimas propuestas de los ecologistas logran combinar conservación de los recursos con productividad, diversificación y reconversión; se trata de propues-tas que representan una nueva vertiente de fomento estatal accesible a todos los productores y que gozan de apoyos por parte de los organismos financie-ros multinacionales y de garantías en los acuerdos del TLC.
En las zonas y cultivos donde predomina la economía campesina, se encuentran los procesos más graves de degradación de los recursos naturales, y es para estas mismas zonas y cultivos donde se han experimentado opciones viables para una mejor explotación de los recursos que obviamente no apuntan al objetivo de competitividad, pero sí garantizan mejores ingresos y ampliados espacios para renovar las tradicionales estrategias económicas campesinas.
Por otro lado, las obras de conservación y la generalización de prácticas y técnicas sustentables se traducen en lo inmediato en: oferta de empleos para los pobladores rurales; nuevas opciones de diversificación productiva; mejores expectativas en rendimientos físicos, y todo ello, en mayores ingresos.
Este par de consideraciones marca el factor de inclusión que conlleva una adecuada estrategia de agricultura sustentable, donde la justificación de los apoyos estatales es muy sólida y variada en cuanto a mejoras en productividad, ingresos, empleo, conservación de los recursos, solidaridad intergeneracional y congruencia con los términos del TLC.
La estrategia de agricultura sustentable presenta un núcleo duro en la política para el maíz; la cuestión central no es la reformulación de una política que responda a los factores sociales y poblacionales que agudizan el proceso de ajuste de la agricultura, también es vital que esta política sea diferenciada por tipo de productor maicero para garantizar un efectivo acompañamiento a las nuevas estrategias económicas de los productores.
La disputa por los recursos
Otro enorme reto es remontar la tradicional disputa por los recursos públicos entre regiones y entre la economía campesina y la agricultura comercial, misma que refleja con fuerza la dinámica y conflictos en la constelación de intereses locales y las diversas capacidades de gestión a nivel regional y central.
La búsqueda de mejores soluciones al procesamiento de esta disputa tiene ramificaciones a otros temas relacionados con: oferta y disposición gubernamental a impulsar una real descentralización en el ámbito de lo rural, y su consecuente afectación de intereses; la importancia de reubicar esta disputa por recursos, atorada en los reclamos más inmediatos y concretos, en una perspectiva de mediano plazo y en congruencia con las condiciones y cambios en curso.
Política campesina: factor de gobernabilidad
A partir del conflicto de Chiapas arrecia el creciente reclamo social que de diferentes maneras expresa que "no se logra visualizar" a la economía campesina en el paradigma de agricultura implícito en las políticas concretas y explícito en el discurso de un segmento de la burocracia rural.
Las reformas han resultado severamente insuficientes respecto al planteamiento-oferta del discurso que originalmente sustentó al proyecto reformador. Esto es un problema que no sólo compete a las concepciones e iniciativas predominantes en la esfera gubernamental; también atañe al curso de la demanda, y más en general, de la movilización social.
La definición de la política campesina no puede ignorar que el proceso de refor-ma del Estado y su consecuente política por ensanchar y mejorar los cauces de concertación con las organizaciones de la sociedad implica la enorme tarea de desarrollar la cultura y la práctica de la corresponsabilidad en el medio rural, en términos de construir socialmente las políticas rurales, ampliar y fortalecer la gobernabilidad y conformar un sustento en la sociedad de la política social.
En otras palabras, el fomento a la economía campesina no puede limitarse a un enfoque económico; tiene que responder a los imperativos políticos y sociales surgidos de los procesos de modernización y democratización del país.
En términos de fomento productivo eficiente y no excluyente, diversos estudios han argumentado las ventajas que representa desarrollar la base institucional del municipio que le permita hacer frente a la marginación y a las nuevas políti-cas rurales. La finalidad es desencadenar un desarrollo institucional cercano a las pautas del corporativismo societal donde se privilegia la apertura de espacios para que las organizaciones sociales tengan una mayor participación en la toma de decisiones y en el manejo de los recursos.
En un escenario relativamente viable de mayor democratización y fortalecimien-to del pacto federal, el contexto municipal, en su carácter de unidad político-administrativa básica, resulta ser idóneo para la concreción del debate y las propuestas, y sobre todo para catalizar la realización del potencial implícito en las características de la economía campesina. Un potencial referido a las ventajas de la organización como factor de disminución de los costos de transacción, acceso a los servicios estatales de bienestar y fomento productivo, posibilidades de vinculación con los mercados de productos, insumos y de trabajo; asimismo, a las ventajas de los lazos comunitarios y la mano de obra familiar como soportes fundamentales para el despliegue de estrategias económicas.
En este tema existe una fuerte polémica sobre los riesgos que conlleva una descentralización de la política campesina hacia los municipios, particularmente en lo que respecta a incrementar la capacidad y posicionamiento de los segmentos campesinos más organizados para monopolizar la gestión y destino de los servicios y recursos, en detrimento de los segmentos mayoritarios menos organizados. Esta polémica comienza a incorporar otros riesgos y entre las opciones que se vislumbran, cabe apuntar las siguientes.
La municipalización de la economía campesina, y más específicamente, la asignación de recursos públicos destinados al desarrollo rural en el ámbito municipal presenta al menos tres factores de distorsión, detectados en la aplicación de programas gubernamentales recientemente desarrollados: la subordinación política de los tradicionales organismos económicos de los productores rurales que les limita la representatividad y acota la gestión económica; la recurrente práctica de desvío de fondos en las instancias operativas gubernamentales que reduce el impacto de las acciones de fomento y la propia incapacidad de las organizaciones de productores para sustentar proyectos de desarrollo regional.
Las organizaciones económicas bajo la forma de uniones de ejidos y asociaciones rurales de interés colectivo (ARIC) han presentado, por razones varias, serias dificultades para sostenerse como una vía segura para la canalización de recursos; sin embargo, han surgido experiencias novedosas y exitosas de organización que apuntan un probable rumbo nuevo. Básicamente se trata de organizaciones prestadoras de servicios con alcance regional, generalmente limitado al ámbito productivo de un cultivo, y con la característica distintiva de enlazar la demanda efectiva de servicios de diversos grupos de productores con un compromiso económico de parte de éstos en la conformación del organismo regional. Este compromiso toma generalmente la forma de acciones, lo que le da a la organización un carácter mercantil, en el cual cualquier corresponsabilidad del beneficiado se tasa en pérdidas o ganancias efectivas.
Este tipo de organismos regionales eliminan casi en su totalidad las interferen-cias políticas en las decisiones productivas y su limitación más grande es la escala económica en la que se vuelven rentables. Sin embargo, ofrecen una alternativa de descentralización en el manejo de recursos técnicos y financieros que hasta ahora ha mostrado viabilidad.
En esta dirección, una medida a considerar para lograr la incorporación de las uniones de ejidos y ARIC es desarrollar un enlace económico similar al de las so-ciedades por acciones a partir de generar un mercado accionario para los activos rurales, incluidos los certificados agrarios. Estos pueden significar el elemento de corresponsabilidad ausente hasta hoy en este tipo de organizaciones económicas superiores, y al mismo tiempo extienden el horizonte de certidumbre para el desarrollo de proyectos rurales en los cuales participa el sector público. La premisa para esta vía es la ruptura de la organización económica con el clientelismo político; una depuración de este tipo dejaría un sedimento de organización regional sustentable, sedimento por demás existente.
En este tema destaca la necesidad de revitalizar las instancias de planeación regional ponderando mayormente el peso de la participación social e induciendo al gobierno municipal a dar cabida a las dirigencias de los organismos económi-cos en la decisión sobre la orientación estratégica del desarrollo rural regional y la asignación de recursos y servicios de fomento.
Transformar la conducción de las políticas rurales: acotar el autoritarismo
Las reformas de los últimos años han agotado la capacidad de convocatoria que tiene la crítica al paternalismo; pasa al primer plano la discusión en torno a reformas y alternativas al autoritarismo, al centralismo y al corporativismo agrarios en la conducción de la política agraria y la política agropecuaria.
Los caminos de solución al autoritarismo pueden convertirse en la piedra de toque para resolver la compleja crisis del agro. Las formas autoritarias en el diseño y conducción de la política agropecuaria presentan ramificaciones que en buena medida han pasado desapercibidas. Resalta la manera cómo el autoritarismo en el agro sustenta severos efectos negativos:
a) La disminución en forma determinante del potencial de catalizador productivo de la política agropecuaria;
b) la tradicional acción discrecional en el fomento, en mancuerna con prácticas verticales y excluyentes de las mismas corporaciones, determina las diferencias de acceso a los recursos públicos y refuerza las tendencias polarizadoras;
c) la tendencia a aplicar políticas generales para un mosaico de realidades productivas merma y distorsiona a los instrumentos de fomento; y
d) la sobrevalorización del peso del mercado político y la lógica corporativa alientan una dinámica en las redes de poder regional en un sentido antagónico con el desarrollo de los mercados y la iniciativa de los productores.
En pocas palabras, el autoritarismo aparece como obstáculo central para la reactivación económica del campo. Al abordar este tema debe reconocerse que en la esfera rural también han ocurrido cambios en los tradicionales procesos de con-fección de las políticas públicas. Cambios que se derivan del desmantelamiento parcial del armazón del corporativismo agrario, de los procesos de privatización y desregulación, de los nuevos contrapesos que introducen las ampliadas libertades económicas y políticas de los productores, y de la capacidad incipiente de contraloría social.
Sin embargo, los efectos de los cambios se encuentran bloqueados, pues persiste el autoritarismo y la escasa iniciativa de las representaciones de los productores para pasar a una real conducción conjunta y corresponsable de las políticas y programas rurales.
Los limitados cambios en las corporaciones agrarias no continuaron, no desataron un movimiento de base. Las razones son múltiples:
a) El crónico distanciamiento entre dirección y bases bloqueó la retroalimentación de los cambios;
b) las reformas en el aparato estatal de fomento le han restado influencia a las centrales y aun a las representaciones estatales, lo cual disuelve la importancia de su democratización desde la perspectiva de la gestión de la demanda social a nivel ejido; y
c) las minorías intensas —ubicadas dentro y fuera de las centrales— que han reivindicado la libertad política no han capitalizado los espacios que abre la reforma para la democratización de los ejidos.
En otro plano, el nuevo marco legal y la incursión en un nuevo modelo de desarrollo económico son proclives a la incorporación de nuevos actores y a len-tos cambios en los pesos y equilibrios de los componentes de las redes regionales de poder. Lo anterior, empero, no ha sido abordado a fondo, en tanto estos cambios exigen su contrapartida en nuevas opciones de interlocución y gestión de la demanda que cuestionan la lógica y prácticas del corporativismo.
En caso de que la sociedad rural saque las conclusiones correctas de la experiencia de Chiapas y de las ofertas políticas a favor de la descentralización, en fortalecimiento del federalismo y la participación ciudadana y de organismos sociales en la conducción de las políticas públicas, la agenda rural también incorporará una revisión de vías para contener al autoritarismo en la conducción de la política agropecuaria y de las políticas rurales en general.
Al respecto cabe apuntar que hacia fines de 1993, la representación del sector privado rural venía consensuando una propuesta de ampliación de reforma jurídica cuyo contenido central significaba amarrar en términos legales un compromiso estatal en torno a diversos instrumentos de fomento. Independientemente de que no prosperó esta propuesta, lo importante es que revela la inquietud ex-plícita de un segmento de productores por construir una política agropecuaria estable y pactada que genere certidumbre. Esta es una de las vías para acotar los espacios del autoritarismo en la esfera agropecuaria.
Otra vía marca los temas del federalismo y la participación social, que están estrechamente ligados con el problema de la gobernabilidad y la inclusión en el proyecto de modernización. Y es en el ámbito rural donde existen mayores exigencias y posibilidades para concretar estos dos temas y encontrar salidas al estancamiento económico del campo y a la frágil estabilidad social de muchas regiones.
Asimismo, todavía está ausente en la esfera rural la discusión concreta sobre los linderos —y su constante redefinición— del ámbito público y del ámbito privado. Delimitar cuáles demandas y asuntos alcanzan el rango de interés público y de agenda del Ejecutivo Federal o Estatal y cuáles asuntos deben comenzar a desahogarse dentro del perímetro de las interacciones entre los agentes económi-cos o bajo el marco legal y el aparato de administración de justicia. Estas definiciones también acotarían los terrenos del autoritarismo.
Los puntos anteriores marcan la importancia de idear y pactar una sólida trayectoria de descentralización en el fomento rural. Una trayectoria que en congruencia con el nuevo paradigma de agricultura y bajo el supuesto de una creciente democratización en el agro, se proponga la construcción de instancias locales de participación social efectiva, donde se decida el destino final de los recursos públicos asignados a la región.
La construcción social de estas instancias locales no basta; resulta imprescindible el reordenamiento del arreglo institucional central que garantice una visión estratégica nacional en el desarrollo del agro y tenga capacidad real de definir, consensuar y conducir las principales políticas y programas rurales. Este tema es clave para terminar con la dispersión institucional con que tradicionalmente se decide y conduce la política agropecuaria.
Los planteamientos anteriores delinean las premisas para una efectiva revalorización de lo regional en el proceso de diseño y conducción de las políticas rurales.
De la autosuficiencia alimentaria hacia la seguridad alimentaria
La entrada en vigor del TLC y el hecho que la elegibilidad en el Programa de Apoyos Directos al Campo (Procampo) no esté amarrada a cierto cultivo consti-tuyen factores que en el corto plazo mostrarán su potencial para avivar la discusión tradicional sobre autosuficiencia alimentaria versus ventajas comparativas.
Este tema también está determinado por las fuertes tendencias de cambio en los mercados mundiales de alimentos que están trastocando el denominado "orden agroalimentario mundial". Estas rupturas adquieren mayor dimensión en condiciones de apertura creciente e irreversible, donde juegan un papel cada vez más importante las ventajas competitivas y tienen un corolario para nuestro país: la defensa de la autosuficiencia alimentaria tenía sentido para una agricultura cerrada.
El debate entre autosuficiencia alimentaria o ventajas comparativas fue una polémica típica de una economía cerrada, también de una sociedad cerrada. En primer lugar, porque suponía la manipulación a voluntad de las variables macro y sectorial para lograr ya sea la autosuficiencia o las ventajas comparativas. En segundo lugar, este voluntarismo estaba ligado al protagonismo estatal, único actor al que se juzgaba dotado de facultades casi mágicas. Y en tercer lugar, el voluntarismo y el protagonismo estatal estaban ensamblados a través del autoritarismo político para dictar las políticas rurales que se juzgaban idóneas en función de un objetivo predeterminado en los espacios burocráticos.
Y las tres características —voluntarismo, protagonismo estatal y autoritarismo político— son ajenas a un modelo de economía abierta y en una sociedad abierta, plural y democrática, como a la que nos encaminamos.
Ahora el debate requiere plantearse en términos de seguridad alimentaria. En México el concepto de seguridad alimentaria deriva en tres vertientes. La primera apunta la necesidad de combatir la pobreza y desigualdad en el campo y fortalecer la integración de las comunidades como sustento de gobernabilidad en el medio rural.
La segunda vertiente apunta la necesidad de fomentar un nivel de producción de básicos en México, acompañada de cierta autosuficiencia en el ámbito regional, por su importancia como complemento de estrategias de sobrevivencia en las zonas de agricultura campesina y por necesidades reproductivas del nuevo modelo de desarrollo rural. Sin embargo, la reivindicación de estos objetivos no tiene por qué repetir las ya comentadas medidas de constreñimiento extra económico.
Y la tercera vertiente señala la necesidad de impulsar enlaces verticales y horizontales que nos den ventajas competitivas y nos eviten caer en los círculos viciosos en que nos hemos quedado atrapados en el pasado: entre el temor de no tener producción interna de alimentos suficiente, dada nuestra demanda efectiva, o no tener excedentes que no encuentran salida comercial por estar tremendamente subsidiados.
Desde luego que aquí también se trata de opciones de política. Pero en condiciones totalmente diferentes, ya que al hablar de ventajas competitivas que sólo se obtienen en la interacción con los mercados estamos reconociendo límites al voluntarismo. Lo cual, a su vez, conduce a delimitar el papel del Estado en un sentido tal que ya no se trata de protagonismo sino de acompañamiento. Y finalmente, esto mismo socava el autoritarismo político —cuyos reflejos todavía se sienten en el medio rural—, porque su base es el monopolio político, y en una sociedad abierta los monopolios políticos tienden a disolverse.
Perspectivas
Una vez pasado el momento político-electoral y ante la necesidad de replantear y concretar la oferta política hacia la sociedad rural, puede abrirse una coyuntura favorable para un debate serio sobre el tema de la exclusión en la reforma rural que derive en consensos básicos para que en el corto plazo se logre una sincronía y articulación adecuada con la movilización social —en su acepción más amplia— que incluiría el despliegue de nuevos comportamientos económicos y nuevas formas de procesar y gestionar sus demandas.
Entre las determinantes de este escenario, destaca la importancia fundamental de la percepción dominante entre los ejidatarios y comuneros sobre las dimensiones del apoyo inédito que significa el Procampo y los riesgos del TLC en el ámbito de la economía campesina. El factor local, los diferentes niveles de organización, las diversas preferencias políticas, las variantes regionales de la acción de la burocracia en torno a estos dos temas y particularmente las modalidades e intensidad que tome el elemento de continuidad-cambio en la esfera rural, son factores que darán lugar a toda una gama de percepciones regionales sobre el Procampo y el TLC. Sin embargo, a nivel nacional cristalizará una percepción dominante en la cual seguramente seguirá pesando el sesgo centralista y autoritario entre la dirección campesina y, por tanto, presentará distancias respecto a las percepciones en la base campesina.
En contrapartida, el cambio de gobierno conlleva movimientos en el personal y en los equilibrios en los circuitos de decisión sobre las políticas rurales que derivarán en reformulaciones sobre las posibilidades y objetivos centrales y más concretos del Procampo, y sobre los previsibles impactos del TLC en el futuro mediato para los diversos grupos campesinos. En este proceso será determinante el factor de deslinde que conlleva el cambio sexenal.
Resulta previsible que ambos fenómenos adquirirán un perfil definido sólo hacia mediados de 1995. Este perfil será determinante para el curso del debate práctico y para la conformación de la agenda rural en torno al segmento mayoritario y más rezagado de la economía campesina.
Ahora, lo importante es que el debate —en su esfera más conceptual y programática— se vea enriquecido con enfoques y elementos propositivos sobre un nuevo papel para la economía campesina en el desarrollo rural y en los caminos para un fomento estatal incluyente.
Una visión optimista para la agenda rural apunta a un revitalizado debate en el ámbito de lo jurídico que desemboque en una propuesta de ampliación y profundización de las reformas a los instrumentos y a las instituciones involucradas con el agro, en el marco definido por el tránsito del paternalismo a un efectivo acompañamiento estatal que reivindique los valores de autonomía de los organismos sociales y la corresponsabilidad en políticas y programas.
Una revisión jurídica que catalice favorablemente el proyecto reformador presupone desarrollar la polémica y los consensos para elaborar el esquema legal que concrete el compromiso estatal en dos facetas: relevar la obligación de distribuir tierra a todo solicitante, con el compromiso de abrir opciones de empleos, en las mismas regiones, a los pobladores rurales sin patrimonio y sin opciones económicas, y concretar las responsabilidades del Estado en materia de fomento rural, de forma tal que se remonten las actuales generalidades.4
Lo ideal sería que el debate y el consenso cristalizaran en un esquema legal que incorpore un enfoque de fomento agroalimentario y agroindustrial y garantice certidumbre en las políticas y en las dimensiones y uso de los recursos, abriendo espacios decisivos para la participación y la corresponsabilidad de los productores.
Esto último apunta a la necesidad de contar con una mayor definición jurídica en cuanto a las formas de representación y organización económicas de los productores, marcando claramente su papel, opciones e incentivos. En particular, el esquema legal debe ser proclive a que las representaciones de productores emprendan su reforma orgánica, que les permita participar y corresponsabilizarse activamente en el diseño y aplicación de las políticas rurales.
Otro tema relevante serían las regularizaciones proclives a la cohesión comunitaria, salvaguardas económicas de la familia campesina5 y la contención de posibles fenómenos de despojos y acaparamiento de tierras.
Una reforma jurídica ampliada en estos temas tendría un efecto determinante en el desempantanamiento del conjunto de reformas, pues definiría las pautas tanto para una segunda etapa de reforma institucional como para un diseño y conducción corresponsable de las políticas. v
Pies
Gustavo Gordillo, doctor en economía, es investigador y analista del tema de desarrollo rural y organización campesina y autor de varios libros. Actualmente trabaja para la FAO, en Roma.
Alejandro Mohar, maestro en ciencias, es analista del tema Reforma Institucional. Actualmente se desempeña como asesor en la Subsecretaría de Planeación de la Secretaría del Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca.
* Ensayo presentado en el Seminario de Organización y Desarrollo Agrario de la SRA. San Miguel Regla, Hidalgo. Otoño, 1994.
1 Resulta ilustrativo que en el primer debate televisivo de mayo de 1994, el tema del campo, y más específicamente del ejido y las comunidades, estuvo prácticamente ausente.
2 Definidos como aquellos productores que para completar su ingreso realizan otras actividades. Tal es el caso de los productores que además son jornaleros, artesanos, migrantes de tiempos cortos, multiactivos en labores primarias, etcétera. Por tanto, para la concepción que tiende a predominar entre las entidades de fomento, no son agentes económicos idóneos para fomentar su cultura de producción, y en particular, no deben considerarse elegibles de crédito o seguro. En particular, esta concepción ha permeado las áreas operativas de Banrural y la misma explicación institucional sobre la recurrencia y magnitud de su cartera vencida. Bajo la lógica de esta concepción, el "error histórico" del banco fue engrosar su clientela con estos productores de tiempo parcial y en consecuencia, la institución recuperará su carácter de entidad financiera viable en la medida que los depure de sus carteras.
3 A la par que avanzaban los procesos de racionalización de las finanzas públicas y se desplegaban criterios para imprimirle al fomento estatal un real efecto productivo, se diseminó entre las entidades del sector agropecuario el criterio operativo de restringir su acción a los proyectos con potencial productivo. Este criterio resultó totalmente insuficiente respecto a la realidad del agro mexicano y sus necesidades para emprender el doble proceso de desmantelamiento acelerado del paternalismo y de ajuste a condiciones de mercado, sin tener claro un contexto internacional donde prevalecen for-mas de intervención gubernamental en los mercados y en apoyo directo a los productores. Sin embargo, la tendencia dominante entre las áreas operativas de las instituciones ha sido la traducción de este criterio en términos de los proyectos que sean viables económicamente, que garanticen rentabilidad.
Resulta natural este sesgo en un contexto donde la burocratización y la dilapidación de los recursos públicos se han ido desmantelando, a la par de una desmedida valorización nacional de los factores de competitividad y productividad como un imperativo y no como un proceso de lenta construcción. Este sesgo obedece a que resulta más fácil apoyar a los productores con mayor capacidad de gestión y presión —y con mejores recursos— sin cargar los descréditos institucionales de abandono al segmento mayoritario del campesinado.
4 Marcadas en el Título Segundo: "Del Desarrollo y Fomento Agropecuarios" (artículos 4º a 8º de la Ley Agraria).
5 Se han manifestado varias propuestas en torno a una regulación que norme y fomente la adopción del carácter de patrimonio familiar a la propiedad sobre la parcela.